Una de las preguntas fundamentales subyacentes en muchos debates de bioética es qué es la vida y, en concreto, la vida humana. Responder a esa pregunta es responder, en último término, a la pregunta sobre qué es el hombre[1]. El ser humano tiene el nivel de vida más complejo de la naturaleza.
Es tradicional servirse de los términos griegos “zoé” y “bíos” para referirse a la vida (términos que siguen siendo objeto de análisis y debate). ‘”Zoé” se refiere al mero hecho de vivir, es decir, a la cualidad compartida por un determinado tipo de seres: los seres vivos. Se relaciona, por tanto, igualmente con las plantas, los animales y los seres humanos. “Bíos” designa un tipo de vida específico, más rico, susceptible de matices y tipificaciones. Se refiere al ser humano. De esta manera, la “zoé” propiamente humana es la “bíos” (en sus diversas vertientes: vida política, económica, etc.); o, dicho de otra manera, la “bíos” es la “zoé” en cuanto humana.
Las plantas, los animales y los seres humanos están, pues, vivos, pero no igualmente vivos. La distinción entre “zoé” y ‘”bíos” viene a conceptualizar y a nombrar esa desigualdad. Más allá de los términos —sujetos a debate aún— y de las connotaciones que estos puedan conllevar, lo importante es la intuición o la constatación, ampliamente aceptada, de que la vida del ser humano es una vida, si bien en parte común a la de otros seres vivos, radicalmente distinta. Este hecho, independientemente de las causas que puedan explicarlo, parece incontestable.
una unidad armónica
El ser humano tiene el nivel de vida más complejo de la naturaleza. Una observación atenta de la naturaleza nos muestra que las plantas suponen el nivel de vida más básico o fundamental. Estas tienen las capacidades básicas para mantener la vida, tanto a nivel individual como grupal —de especie—: nutrición y reproducción. Los animales, en su gran diversidad y en diversos grados, añaden a esas facultades otras que les permiten recibir, procesar y evaluar información: los sentidos, la memoria, etc. El ser humano asume esas capacidades y añade a ellas la racionalidad, con todo lo que implica: lenguaje, abstracción, etc.
Aunque se habla aquí de las capacidades o facultades humanas por niveles y separándolas unas de otras, hay que señalar algo muy importante y evidente: todas ellas se dan en una unidad. La persona no es una suma de capacidades sino una unidad que las contiene o las posee armónicamente. Por ello, la racionalidad impregna todas las esferas del ser humano, y, a la vez, es impregnada por todas ellas.
Los grados de vida suponen grados de individualidad. Los sentidos permiten a los animales y al hombre abrirse a la realidad e interaccionar con ella, de modo que esta entra en su ser; ser que se va configurando en esa relación. Se puede decir que el sujeto se hace más sujeto en ese proceso. Por eso hay más subjetividad (es decir, carácter de sujeto) cuanto más riqueza de capacidades hay.
Ciertamente, existe el debate sobre si hay animales inteligentes además del ser humano, de modo que el ser humano sería, además de inteligente, racional. Esos debates —o muchos de ellos— acaban usando los términos de tal manera que, al final, admiten que una serie determinada de términos solo pueden adscribirse al ser humano y no a los animales. Por ejemplo, los animales quizá puedan ser inteligentes, pero no racionales. Pienso que esas investigaciones y esos debates, siendo de un interés innegable, acaban arrojando, de manera directa o indirecta, una conclusión clara, ya apuntada aquí: hay algo distintivamente “humano”. Quizá pueda discutirse acerca de qué es o qué grado alcanza lo distintivamente humano y acerca de su causa, pero parece evidente que eso existe y, lo que es más importante, que condiciona la manera de entender y tratar al ser humano.
La vida no existe en sí misma sino que es una cualidad de unos sujetos determinados (que sí existen en sí mismos), es decir, sujetos o seres que tienen vida, que están vivos. La vida es, además, siempre algo dinámico: es un despliegue de capacidades, es decir, de la potencialidad que tiene un ser por el hecho de ser un ser vivo y, en concreto, un tipo de ser específico (planta, animal u hombre). Esas capacidades parten de un determinado tipo de ser específico, que se desarrolla gracias a ellas y se configura gracias a la interacción con la realidad que estas le permiten. La capacidad racional, con todo lo que implica: pensamiento, lenguaje, moralidad…, es la propia de ese ser llamado “humano”. Además, cada ser o individuo es genéticamente distinto de otros y es vitalmente —en su identidad— único (por el uso de su libertad, por la sociedad en la que vive, por sus sentimientos, vivencias, etc.). En todo eso consiste ser “humano”. Y ese tipo de ser —humano— es lo que da valor especial a un individuo.
amalgama con nombre propio
El individuo, por tanto, no implica solo un tipo de ser, que le dota de unas capacidades, sino que es algo —alguien— con un carácter distintivo, alguien que se desarrolla, se va desplegando a lo largo del tiempo de una manera personal, única. En ese despliegue, su identidad —su unidad— se configura a través de múltiples factores: genéticos, emocionales, racionales, sociales, etc.
¿Qué es, pues, la vida humana? Cabe decir que el adjetivo “humana” aquí no designa algo añadido accidentalmente (como rojo al decir “el coche rojo”) sino algo esencial, que cambia radicalmente la realidad que califica —la vida— aunque esta tenga similitudes con otras realidades (plantas y animales). ¿Qué es, pues, esa vida? La vida humana es una biografía.
El yo que alguien es hoy no es solo un cuerpo desarrollado, sino una amalgama de pensamientos, vivencias, emociones, relaciones, deseos, etc., amalgama —o unidad— llamada con un nombre propio (Merce, Jesús, etc.). Esa unidad hace de la vida no solo algo biológico sino algo biográfico (que se asienta en lo biológico). Esa unidad —como la bola de nieve que cae por la montaña en los dibujos animados— aumenta, se desarrolla a lo largo de los años en sus cualidades, pero no en su carácter de unidad.
Tal unidad, tal biografía, se inicia misteriosa y silenciosamente en el momento de la fecundación y concluye al romperse en el momento de la muerte. La muerte es la ruptura de una unidad armónica y profunda de las diversas dimensiones que configuran al individuo. Se puede decir que los recuerdos, los sentimientos, las relaciones humanas, las vivencias —como la lectura de este artículo—, etc. de un individuo morirán cuando se rompa esa unidad que recoge o asimila todas esas realidades y hechos, y que es transformada por ellos.
Defender y potenciar la vida desde las ciencias humanas, y en concreto, desde la ética, la bioética y la política, no es ni más ni menos que defender y potenciar la biografía que es cada individuo.
[1] El autor ha omitido referencias a autores y obras de la tradición filosófica occidental —en cuyas ideas se basa— para facilitar y agilizar la lectura.
David Lorenzo
Fundación REDMADRE. Profesor de Bioética (Centro Universitario San Rafael-Nebrija)
davidlorenzoes@yahoo.es