«En aquel tiempo, dijo la gente a Jesús: “¿Y qué signo vemos que haces tú, para que creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: ‘Les dio a comer pan del cielo’». Jesús les replicó: “Os aseguro que no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo”. Entonces le dijeron: “Señor, danos siempre de este pan”. Jesús les contestó: “Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed”. (Jn 6,30-35)
Muchedumbres siguen a Jesús porque han visto prodigios. Acaba de dar de comer a más de cinco mil personas con solo cinco panes y dos peces. La gente admirada lo busca por todas partes. Ya ha habido un intento de proclamarlo rey y Jesús ha debido ocultarse en el monte, puesto que la multitud de Israel espera un resurgimiento nacional guiado por el Mesías. Piensan que puede ser Jesús y por ello van en su busca. Cuando lo encuentran en Cafarnaum se arremolinan en torno suyo esperando nuevos portentos. Ellos le buscan porque esperan ventajas materiales y vislumbran días de gloria para Israel triunfante de sus enemigos y resarcido de tantos siglos de dominación extranjera.
Pero Jesús les va a hablar con claridad: no deben buscarle por comer un pan que solo les sacia momentáneamente, si le buscan que sea por algo que valga verdaderamente la pena, pues hay un pan que sacia para la vida eterna. Les está pidiendo que no miren las cosas de abajo sino que consideren las cosas de arriba, aquellas que Él les viene a dar. Cierto que Moisés les alimentó con el maná, pero aunque aquel pan venía del cielo, dado por el Padre, no era el verdadero pan, solamente su signo. Aquel pan saciaba por un día pero el pan verdadero, el que les va a dar el mismo Jesús, les da el alimento que no perece sino que salta hasta la vida eterna.
La gente, como hizo antaño la mujer samaritana, le piden que les dé entonces de ese pan. Él les contestó: “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed”. Jesús en persona es el verdadero pan que da vida eterna.
El ser humano busca por todos los medios saciar su hambre, el hambre de infinito que su Creador ha puesto en su corazón, ya que ha sido llamado a la plena comunión con Dios, pero esa hambre no puede ser saciada con las cosas de esta tierra, como gozos, triunfos, reconocimientos, deseos cumplidos, etc. Son alegrías que sacian por un breve tiempo, como el maná del desierto, pero que dejan a la postre con mayor hambre. Cristo Jesús es la verdadera comida. En otro lugar confesará a sus discípulos: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado”. Él es Hijo y, como tal, lo recibe todo del Padre y lo que recibe no es para guardarlo celosamente para sí, como hizo el siervo perezosa de la parábola, sino para hacerlo fructificar. Él que es puro don del Padre, es al mismo tiempo, total entrega de sí para el mundo, puesto que la vida se recibe para darla, y únicamente de este modo se puede preservar. Quien la guarda para sí, la pierde.
Ciertamente que este discurso les pareció duro a los oyentes de entonces de modo que muchos dejaron de seguirle, como puede parecer duro a nuestros oídos, pero es el único pan que sacia para la vida eterna, la verdad sobre el ser del hombre, pues si hemos sido creados a imagen de Dios, nos asemejamos a Él cuando somos hechos partícipes de su naturaleza, y la naturaleza del Dios trinitario, es vaciamiento y don total de sí, tal como nos ha mostrado el mismo Cristo; el cual, siendo Dios, se vació de sí mismo, se entregó y se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz; por eso Dios lo exaltó y le concedió el Nombre que está por encima de todo nombre.
Y esto es lo que hacemos presente cada vez que comemos de este pan en el sacramento de la Eucaristía: al igual que Cristo, nuestro cuerpo junto con el suyo es entregado para el perdón de los pecados, entrando con Él en la historia que Dios ha dispuesto para nosotros, comiendo del pan de cada día, en total disposición de hacer Su voluntad.
Si para muchos esto puede parecer duro, para otros son palabras de vida eterna. Dichosos cuantos las acojan porque no pasarán hambre jamás.
Ramón Domínguez