Demasiadas veces se construye una sociedad que invita a no aceptar la cruz —el sufrimiento— y a rendirse, es decir, a intentar cambiar la historia personal según nuestro propio guión. En esa clave están las separaciones y divorcios: el otro no es como yo lo había imaginado y, ante las diferencias, cada uno tira por su camino; está también el aborto y, cómo no, la eutanasia. Somos tan dueños de nuestro destino que hasta podemos decidir sobre nuestra vida o nuestra muerte.
Estos días estamos contemplando una nueva ofensiva para implantar socialmente la idea de la eutanasia. Pero el mal siempre se disfraza y sus promotores no hablan abiertamente de eutanasia: utilizan la expresión “muerte digna”, como uno de los nuevos derechos que el Poder está reconociendo a los españoles y se lanza como bandera un cierto amor al otro. ¿Cómo vamos a permitir a esa persona que sufre que viva amargada, presa del dolor, del sufrimiento físico o psicológico? ¿Para qué prolongar inútilmente la vida de una persona condenada a morir antes o después?, son algunos de los interrogantes que pretenden justificarla. La utilización de la propaganda, de los medios de comunicación e incluso de instrumentos de cultura como el cine o la literatura, constituyen la hoja de ruta para modificar el pensamiento social. Como en otros tantos temas (divorcio, infidelidades, homosexualidad…), lo que inicialmente era juzgado como una conducta negativa, pasa a ser algo normal. De pronto nos enteramos de que incluso personas creyentes justifican su divorcio e inician una nueva vida con otra pareja. Igual ocurre con los políticos: cuando alguien que milita en un partido teóricamente en la órbita de los valores cristianos hace pública, por ejemplo, su condición homosexual, es un elemento más que se pone sobre la mesa para expresar la normalidad y hasta bondad de esas conductas. Un ejemplo: se da mayor importancia mediática a la caravana del orgullo gay por las calles de la capital de España que a la gran fiesta de la familia, o a una manifestación de dos millones de personas protestando contra la orientación de las políticas educativas. La película “Mar adentro” se ha convertido en uno de los símbolos de la lucha para que la persona decida libremente sobre su destino. Y ha hecho mucho daño. Hace más de veinte años trabajé en el Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo, donde tuve la fortuna de conocer historias maravillosas de personas que aceptaron la paraplejia o la tetraplejia en sus vidas, aferrándose con fuerza a su nueva situación. Unos prosiguieron sus estudios y hoy son investigadores, escriben libros…; otros tuvieron hijos; muchos encontraron en el deporte la fuerza motivadora para superarse cada día… Una actitud, en suma, de no rendirse; de aferrarse a la vida plenamente y colaborar en su transformación, en la extensión del amor a los demás. No podemos juzgar a quien decide que quiere morir o a quien ayuda a morir a otra persona; sólo Dios tiene ese poder. Pero la eutanasia, como el suicidio, no son sino un acto de cobardía, de miedo a vivir, de cansancio y hastío de la vida. ¿Cómo luchar contra esa corriente? Pues con la Buena Nueva del amor de Cristo. ¡No tengas miedo!, como repitió Juan Pablo II. ¡No tengamos miedo a vivir! Agarrémonos a nuestra cruz y pidamos a Cristo que nos ayude a llevarla. En esa labor todos tenemos que participar activamente. Nuestras experiencias de vida, las historias que con ayuda de Dios y en su Iglesia se han convertido en una cruz gloriosa, proclamadas, expresadas públicamente, pueden servir de orientación para quienes se encuentran en la difícil travesía del sufrimiento. Personalmente me maravillan esas personas que dedican parte de su tiempo a acompañar a enfermos, a compartir la soledad y el sufrimiento de aquellas personas que a veces están cansadas de vivir y tienen la tentación de rendirse. Están a su lado y les gritan: ¡No te rindas! ¡Dios te ama y quiere que seas feliz! ¡Lo esencial en tu vida es que sientas el impresionante amor que Dios te tiene en tu vida! Sin duda esa evangelización con el testimonio tiene una fuerza transformadora. Nuestros obispos llevan hablando de la eutanasia décadas. Me sorprende, por ejemplo, la actualidad de una declaración de la Conferencia Episcopal Española de hace diez años, titulada “La eutanasia es inmoral y antisocial”, que invito a leer y en la que se manifestaba: Se suele presentar el reconocimiento social de la eutanasia como una novedad, como una “liberación” de la opresión ejercida por poderes reaccionarios sobre los individuos libres que, gracias al progreso y a la educación, van tomando conciencia de sus derechos y van exigiéndolos cada vez con mayor decisión. Pues bien, hemos de recordar que la aceptación social de la eutanasia no sería ninguna novedad. En distintas sociedades primitivas, y también en la Grecia y la Roma antiguas, la eutanasia no era mal vista por la sociedad. Los ancianos, los enfermos incurables o los cansados de vivir podían suicidarse, solicitar ser eliminados de modo más o menos “honorable” o bien eran sometidos a prácticas y ritos eugenésicos. El aprecio por toda vida humana fue un verdadero progreso introducido por el cristianismo. Lo que ahora se presenta como un progreso es, en realidad, un retroceso que hay que poner en la cuenta de ese terrible lado oscuro de nuestro modo de vida de hoy, al que el Papa ha llamado “cultura de la muerte”. (Conferencia Episcopal Española: “La eutanasia es inmoral y antisocial”, Declaración de la Comisión Permanente de la CEP de 19-2-1998, núm. 5: disponible en: http://www.conferenciaepiscopal.es/documentos/Conferencia/eutanasia.htm). En el mismo documento se contiene una definición de lo que es realmente la eutanasia: … la actuación cuyo objeto es causar la muerte a un ser humano para evitarle sufrimientos, bien a petición de éste, bien por considerar que su vida carece de la calidad mínima para que merezca el calificativo de digna. Así considerada, la eutanasia es siempre una forma de homicidio, pues implica que un hombre da muerte a otro, ya mediante un acto positivo, ya mediante la omisión de la atención y cuidados debidos”. Esta es la “eutanasia en sentido verdadero y propio”, es decir, “una acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor”. La eutanasia, así entendida, es calificada por el Papa Juan Pablo II como “una grave violación de la Ley de Dios en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana”. El “no matarás” (Ex 20,13) también está referido a la propia vida. Como ha declarado Monseñor Fernando Sebastián, arzobispo de Pamplona, “el quinto mandamiento del Decálogo expresa en forma normativa que la vida del ser humano no está a disposición de nadie, pues no es propiedad exclusiva de nadie, sino de Dios” (“La amenaza de la eutanasia”, en: Semanario Alba del tercer milenio, n.º 188, 4 a 10 de julio de 2008, pág. 4). Nuestros obispos siempre han hablado nítidamente: Nuestra sociedad está a tiempo de abandonar el camino que lleva a la práctica de la eutanasia. Para ello tenemos que trabajar con empeño y confianza, sin olvidar que en esto los políticos tienen una singular responsabilidad. En primer lugar, tenemos que ofrecer nuestro apoyo, compañía, y los medios médicos lícitos para aliviar el dolor y sufrimiento de los enfermos cuya vida sufre un grave deterioro. A la vez que les descubrimos el valor de su sufrimiento unido a la Cruz de Cristo, tenemos que sostenerles en su lucha contra la tentación de la desesperación o el suicidio y aliviar su sufrimiento con los medios que la actual medicina paliativa nos ofrece. Hay que generar una cultura de la dignidad de la persona enferma y del valor de su vida, que despierte en nuestra sociedad la conciencia de la inmoralidad de la eutanasia” (Conferencia Episcopal Española, “Por una cultura de la vida”, Mensaje de los obispos de la Subcomisión Episcopal para la Familia y Defensa de la Vida de 19-3-2007, capítulo quinto, titulado “La gravísima amenaza de la eutanasia”). Pero en esta misión, los cristianos no caminamos solos. El mismo Cristo nos acompaña y tenemos que confiar plenamente en Él, que es nuestra esperanza. Él nos dará también fuerzas para poder dar sincero y humilde testimonio de la obra del Señor en nosotros mismos y en tantas personas: la vida es un maravilloso regalo del Señor, que nos invita a vivirla en plenitud hasta que Él nos llame a la casa del Padre. Y no somos los hombres quienes decidimos el momento, sino el mismo Dios, que traza con amor y misericordia nuestra historia.