«En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega”. Dijo también: “¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas”. Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado». (Mc 4, 26-34)
En este mismo capítulo 4 de San Marcos (en el Evangelio de anteayer) se encaraba el Señor con los Doce a propósito de la parábola del sembrador: “¿No entendéis esta parábola? ¿Pues cómo vais a conocer todas las demás?” (4,13); y es que la cerrazón de los discípulos aparece frecuentemente en este evangelista (6,52; 7,18; 8,17-21.33; 9,10.32; 10,38). Así que, con estos presupuestos, el Señor les propone hoy otras dos nuevas parábolas, a ver si su corazón se esponja un poco más y su mente se endurece un poco menos.
La primera es otra variante de la del sembrador. Lo curioso es que la comparación con el Reino de los cielos (el Reino de Dios textualmente) se parece a un hombre; no dice que es la semilla, sino un hombre que es sembrador y que se pone a la tarea al despuntar el sol después de pasar la noche. Sabemos que “la semilla es la palabra de Dios” (Lc 8,11) o, como dice Marcos, “el sembrador siembra la palabra” (4,14). Nosotros sabemos que la Palabra sembrada es el mismo Verbo encarnado, porque el Padre, que es el “labrador” (Jn 15,1), ha esperado toda esa noche de los tiempos del pecado, para, en la aurora, enviarlo a la tierra a producir fruto, muriendo en ella como un grano de trigo sembrado, y al tercer día resurgir como espiga florecida.
La semilla crece sin que se note: el dueño del terreno no se da cuenta de cómo crece, de la misma manera que el alma no sabe por dónde la lleva el Señor: es que el crecimiento o maduración en la fe no depende de las propias fuerzas, ni de los buenos propósitos, “de modo que ni el que planta es nada, ni tampoco el que riega; sino Dios, que hace crecer” (1 Cor 3,7), porque “el viento (el Espíritu Santo) sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va” (Jn 3,8). El Reino de Dios no es un “prefabricado” que baja de los cielos para satisfacción y orgullo de unos supuestos elegidos.
Se han escrito muchas páginas sobre qué es el Reino de los cielos, el Reino de Dios, ahondando en su sentido exegético y teológico. El Papa Benedicto XVI, en su primer libro sobre Jesús de Nazaret lo dilucida clara y sucintamente: el Reino de los Cielos, el Reino de Dios es Jesucristo. Es ese bendito Labrador quien lo siembra en nuestras almas con la vocación de que cada uno alcance a ser igual que el Hijo, de modo que “ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20).
La parábola de la mostaza tiene un encanto especial. Dejemos de lado las cuestiones botánicas (que si Jesús no tenía buenos conocimientos de ese árbol, pues no llegaba a ser tan alto en Israel —hasta dos metros—, mientras sabemos que en California alcanza hasta los cinco metros, etc.). Lo cierto es que su semilla es muy pequeña (de hecho, entre los hebreos existía el dicho de “eres más pequeño que un grano de mostaza”; y más que un árbol era considerado un maleza invasiva…). Lo que quiere el Señor es meterse en las entendederas de sus oyentes y nada mejor para explicarles cómo es el Reino de Dios que compararlo con un granito de mostaza. Él era ese granito, que fructificó en un grupo de Doce, y estos cambiaron el mundo, ¡con lo difícil que era sobrepasar y sobreponerse al Imperio romano!, y luego al de los godos y los francos… Hoy, en las ramas de ese árbol, reposan millones de creyentes en Jesús.
A la pedagogía divina le encanta valerse de los principios insignificantes y humildes para hacer cosas grandes: por un niño pequeñín, llamado Emmanuel, restaura a toda la humanidad, devolviéndola no solo al paraíso que había perdido, sino haciendo a todos hijos de Dios en su Hijo, y dándoles una vida nueva en la resurrección de su Predilecto. Él es la piedrecita angular que sostiene todo el edificio de la Iglesia (ver Mc 12,10-11, remitiéndose al Sal 118,22-23 e Is 28,16). Y así, por ejemplo, el mínimo y digno dulce Francisco de Asís floreció en un árbol imponente.
Son los poderosos quienes ignoran o rechazan esa “maleza invasiva” —para ellos la piedra angular es piedra de tropiezo (1 Pe 2,8)— que viene a convertirse en un árbol frondoso capaz de albergar a todos: “Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos” (Mc 14,24), es decir, “por todos” (lo que no se aplica de forma automática, sino que se pide la adhesión personal a Cristo). No faltarán a la Iglesia los burlones o enemigos que desprecian cualquier obra de evangelización, que se inicia como un granito de mostaza…, porque ya se encargará el Señor, si quien evangeliza se ha identificado con el Maestro haciéndose humilde y sin notarse, de que la semilla crezca paulatinamente, no cuando el hombre quiere, sino cuando Dios dispone, que ya lo dice bien nuestro refranero: “El hombre propone y Dios dispone”, atribuido al Kempis (La imitación de Cristo 1,19,9) e inspirado, ¿cómo no? en la Escritura: “El hombre proyecta su camino, el Señor dirige sus pasos” (Prov 16,9).
Jesús Esteban Barranco