El ángel de la muerte daba por saciadas sus ansias y la contienda terminaba.
Sobre la inmensa planicie cientos de cadáveres poblaban lo que había sido el campo de batalla y el silencio comenzaba a reinar, mientras la tórrida brisa del desierto se llevaba los olores a sudor y sangre.
Los pocos cruzados supervivientes descansaban dispersos entre los muertos mientras el eco del ejército enemigo se alejaba poco a poco entremezclado con los gemidos de los heridos, que empezaban a intensificarse ahora que había cesado el choque de espada contra espada y escudo contra escudo.
Los que aún conservaban algunas fuerzas se levantaban para buscar al compañero herido. Mientras, desde la cabecera de mando, en la retaguardia, ya se habían enviado decenas de sanitarios con la esperanza de llegar a tiempo para rescatar a los más graves.
Una vez más, Don Jaime Hernando, Barón de Santibáñez, se preguntaba si merecía la pena perder tantas vidas aunque fuera a cambio de la reconquista de Jerusalén. Cada vez eran menos y, aunque más expertos en la lucha, los enemigos los superaban en número en las últimas contiendas. Era consciente de que se acercaba el día de la derrota, pues el enemigo no daba importancia a las propias bajas y esperaba con paciencia el final.
Traer refuerzos desde Europa era muy costoso y lento. Él se debía a su señor, que era un hombre engreído y orgulloso, cegado por el ansia de poder y gloria, que, con la excusa de la defensa de Tierra Santa, acumulaba prestigio y riquezas, mientras que a su ejército le ocurría lo contrario.
Don Jaime, hombre creyente, benévolo y amable con su servidumbre, había empeñado su hogar, sus tierras y sus vasallos por una causa que parecía justa y, en obediencia a su señor, había emprendido un largo y costoso viaje desde sus amadas y añoradas tierras burgalesas con todos los varones disponibles de catorce a treinta años. Además, contaba entre sus tropas con restos de otros batallones derrotados y diezmados que se habían unido bajo su estandarte, ya que se le consideraba un gran estratega preocupado por tener bien alimentado y descansado a su ejército. Incluso un grupo de caballeros templarios había decidido combatir a su lado por la defensa de los Lugares Santos.
dudas en el fragor de la batalla
Pero don Jaime no era el único que tenía pensamientos contrarios a los de entablar continuas escaramuzas y batallas. Se empezaban a escuchar voces venidas desde Europa que hablaban de causas perdidas, corrupción de los señores de la guerra y planes en los que ya no se tenía en cuenta a Dios. Así, en estos últimos años del siglo XII, las calumnias y enemistades hacia la Orden de los Templarios ponían en peligro su existencia, ya que habían alcanzado mucha riqueza y poder, y se los acusaba de que el Santo Sepulcro ya no era el verdadero motivo de su lucha.
En sus múltiples escarceos por la conquista de territorios, Don Jaime había conocido algunos hombres de paz dentro del bando enemigo, que como él, por obediencia, se veían obligados a la lucha bajo amenazas a sus tierras y familias.
Tras el abandono por parte del rey de Francia, Felipe II Augusto, debido a los problemas en su reino y a su rivalidad con el rey de Inglaterra, Ricardo Corazón de León, la Tercera Cruzada había emprendido una peligrosa misión: la reconquista de Jerusalén y la derrota definitiva del temible Saladino.
Don Jaime se encuentra dispuesto a realizar una primera incursión en la capital. Gracias a los templarios que lo acompañan, se le permite acampar junto a la fortaleza de “Toron des Chevaliers”, a pocos días de Jerusalén, con la intención de sopesar la resistencia de los sarracenos e intentar levantar un asentamiento que facilite el asedio a la ciudad por parte del grueso de tropas del rey Ricardo…
El túnel del tiempo se había abierto una vez más. Andrés, Isabel y Octavio, los jóvenes viajeros del tiempo más expertos, llegaban después de un largo viaje a Constantinopla; de allí partirían a Jerusalén, con la complicada tarea de influir en la opinión de los señores de la guerra para dar al traste con tanta matanza. En una todavía desconocida España, donde aún media parte de ella era musulmana, las cruzadas habían dado un gran impulso para desalojar a los sarracenos de la Península Ibérica. Decirles ahora que abandonaran las contiendas sobre Tierra Santa era como decirles que dejaran también las cruzadas emprendidas contra Al Ándalus. Sin embargo, los chicos sentían que debían intentarlo, a pesar de los nulos resultados obtenidos en Constantinopla…
el amor: el arma más eficaz
Estando Don Jaime sentado dentro de su tienda de mando al abrigo de las murallas de “Toron des Chevaliers”, se presenta uno de sus capitanes con la noticia de que tres jóvenes venidos de Burgos solicitan una audiencia. La noticia le parece extraña, pero a su vez le proporciona una satisfacción interior y siente curiosidad por esos tres personajes que han realizado tan largo viaje para habl con él. ¿Traerán noticias de su hogar?
Da la orden de hacerles pasar e Isabel, Octavio y Andrés, ataviados al uso, se acercan a su presencia realizando la consabida reverencia; él, con un sencillo gesto de su mano, les invita a hablar. Cuando le dicen que vienen por su propia cuenta con la intención de hacerle comprender que existen métodos distintos para la reconquista de Jerusalén, los toma por unos bravucones, pero en su interior se despierta la duda. Andrés argumenta que Dios no ama la violencia y que el verdadero templo de la cristiandad no es Jerusalén, sino el interior de uno mismo; Isabel le comunica que nuevas ideas y cambios de espíritu están surgiendo y darán sus frutos en breve; Octavio le habla del amor, de la dedicación a los más débiles y que es necesario desterrar el uso de las armas.
Don Jaime, que es hombre humilde, dice entender más o menos sus revolucionarias intenciones, pero argumenta que lo que ellos cuentan no es motivo suficiente para convencer a su señor; entonces Andrés le explica cómo los apóstoles vivían después de Pentecostés, anunciando a Jesucristo por medio de la evangelización.
Tendido en su lecho en la oscuridad de la noche, el Barón de Santibáñez no concibe que la palabra sea más fuerte que la espada ante los infieles sarracenos, ni la toma de Jerusalén por otro método que el de las armas. Cansado por tantos días de vigilia y tantos meses de lucha se duerme rápidamente, pero su sueño es inquieto, ya que no para de repetirse las palabras de los jóvenes en su interior.
de repente, la paz
El día amanece caluroso; ha recibido noticias de la cercanía del ejército inglés y sabe que pronto conocerá al famoso Ricardo Corazón de León y unirá su espada a la de él. Por un momento piensa en la locura de contarle lo sucedido la tarde anterior y hablarle del mensaje tan extraño que ha recibido.
Históricamente se sabe que Ricardo Corazón de León cambió inesperadamente sus planes de asedio y negoció con Saladino un tratado de paz. La Tercera Cruzada daba un giro inesperado y, tal vez por la escasez de recursos y lo diezmado de ambos ejércitos, las puertas de Jerusalén fueron abiertas para los cristianos sin derramarse una gota más de sangre. También se sabe que Saladino murió unos meses después.
La leyenda dice que Ricardo regresó de las cruzadas totalmente transformado.
Don Jaime Hernando, Barón de Santibáñez, regresó a sus tierras de Burgos y murió anciano en su casa palacio, rodeado de los suyos y amado de sus siervos. Sus hazañas recorierron todo el norte de la provincia de Burgos y fue llamado por los más cercanos “El Conquistador de la Paz”… Pero esto también es una leyenda.