En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz; no he venido a sembrar paz, sino espadas. He venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; los enemigos de cada uno serán los de su propia casa. El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no coge su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará. El que os recibe a vosotros me recibe a mí, y el que me recibe recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro.» Cuando Jesús acabó de dar instrucciones a sus doce discípulos, partió de allí para enseñar y predicar en sus ciudades (San Mateo 10, 34-41,11.1).
COMENTARIO
La paz de Cristo no es una paz baratilla de esas de “la mitad para ti y la otra mitad para mi” y todos contentos; no es una paz al estilo mundano de “lo importante es no discutir y llevarnos bien”, una paz al precio que sea, una paz de acuerdos, convenios y negociaciones que dejen a las partes satisfechas, como hacen los políticos cuando se sientan a negociar sus asuntos.
Cristo no es un político, no vende nada. Cristo es la Verdad y la Verdad no es negociable porque entonces dejaría de serlo. No se puede negociar si es de día o de noche. La Verdad no se negocia, sólo se defiende.
Por eso ante el Señor inevitablemente surgirán enemistades, habrá espada. O con El o sin Él. No hay más opciones posibles.
La paz que nos propone Cristo no es la que nosotros nos creemos, no es sinónimo de tranquilidad, serenidad, y ausencia de luchas o de incluso violencia.
A Tomás Moro le hubiese costado muy poco dar la razón a su rey para que hubiese paz y además salvar su vida, pero ser fiel a la verdad, ser fiel a Cristo y a su Iglesia le costó literalmente la cabeza y murió decapitado por Enrique VIII,
Si, seguir a Cristo puede suponer espada, lucha y violencia.
El fin de mi vida no es la paz sino Cristo y la Verdad que encierra. Si permanezco fiel a Él, si soy digno de EL tendré la verdadera paz, aunque esté en una cárcel por defenderle o esperando a que me maten en un calabozo. Llena está la historia de la Iglesia de escenas así. El seguimiento de Cristo no tiene nada de pacífico, al estilo humano, sobre todo cuando se vive en un mundo rodeado de enemigos de Dios.
Y la misma actitud se espera en la defensa de los asuntos morales esenciales derivados del seguimiento fiel del Señor. Yo puedo llegar a un acuerdo con el banco en el pago de mi hipoteca pero en la defensa de la vida humana desde el momento de la concepción hasta la muerte natural, hay pocas negociaciones que hacer. Yo puedo negociar un acuerdo laboral o empresarial pero no puedo aceptar que Cristo sea igual que Buda o que Mahoma para que todos estemos contentos y no haya enfados.
Y también el Evangelio de hoy nos recuerda que la mayoría de las tentaciones por permanecer tranquilitos en esa paz ficticia de pacotilla, llegan desde la propia casa, de los más cercanos. Es la historia desgraciadamente habitual de un joven que decide seguir a Cristo en el sacerdocio y rompe los planes de su madre, que espera de él otra cosa, muy buena sin duda y muy cristiana, pero otra cosa diferente.
O la historia de un hombre que decide dejarlo todo para ir a un lugar lejano a ayudar a los más pobres. Tendrá que escuchar de sus más allegados, todo tipo de consejos prudentes y buenos pero que le pretenden apartar del plan de Dios. Siempre la aparente tranquilidad de vida, esa paz ficticia, se nos presentará como una opción buena frente a la radicalidad de seguir al Señor, como Él nos pida. Por eso Cristo dice con una crudeza asombrosa: “el que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mi”. Si por querer a papá o a mamá dejamos de cumplir la voluntad de Dios, no estamos haciendo las cosas bien. Esa es la paz falsa, la de los sentimientos, el confort psicológico y el “todos contentos”. Cuando Cristo llama, hay que dejarlo todo porque nada es comparable a ese ofrecimiento.
La familia, los hijos, mis cositas, el trabajo, todo parece muy importante y muy bueno, pero si lo ponemos por encima del seguimiento de Cristo, no vamos bien. El que encuentre su vida la perderá y el que pierda su vida por mí la encontrará.