En aquel tiempo, levantando los ojos al cielo, oró, Jesús diciendo: – «No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí, para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí. Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo. Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y estos han conocido que tú me enviaste. Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos». (Juan 17, 20-26)
Resulta impresionante, teológicamente hablando, que el mismo Hijo de Dios rece por nosotros implorando a su Padre por su Iglesia: los apóstoles y todos los fieles; como hoy nos dice el Evangelio: “por los que crean en mí por la palabra de ellos”. Reza por la Iglesia, los futuros presbíteros y los creyentes de a pie. Para que “todos sean uno”. La Unidad de los creyentes es el signo de la salud espiritual, la seguridad de estar en la Verdad del Señor. La Unidad íntima de la Trinidad es la que Cristo pide para su primitiva Iglesia, en presencia de sus propios discípulos, la semilla de su Pueblo. De la Iglesia Católica, lo más sorprendente históricamente, es su coherencia doctrinal, su mensaje único, que ha superado el paso de los siglos con infinidad de dificultades y miserias. Da igual que leas a San Pablo, Jerónimo, Francisco de Asís, Teresa de Jesús, Pío de Pietrelcina, Juan Pablo Segundo o Teresa de Calcuta. Da igual uno que otro, todos han sido fieles testigos de Cristo, a pesar de vivir en siglos diferentes y con carismas diferentes, todos han irradiado el mismo mensaje del Amor en Cristo Jesús. Semejante coherencia doctrinal y de vida, a lo largo de tantos siglos, siempre me ha resultado intelectualmente conmovedora y un argumento de veracidad aplastante.
El gran reto del Ecumenismo es luchar por la Unidad en torno a la Verdad y no en torno al error o a la Verdad a medias. Jesús lo dice muy claro. “Padre, este es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria…”
La defensa de la Verdad es difícil porque se hieren sentimientos y arcaicas creencias entre las distintas Iglesias de Cristo, aun muy numerosas y muy distanciadas. Pero no podemos “negociar la Verdad” como les gusta a los políticos con sus pactos para llegar a acuerdos de gobierno o de cualquier otro asunto humano. La Verdad no se puede traicionar o negar para satisfacer a unos y contentar a otros. La Verdad se defiende desde la razón y desde el Amor. La Verdad sobre Dios es la que El ha revelado y no la que nosotros nos inventamos o creemos sobre El, auque sea con la mejor voluntad del mundo. Buscar la Unidad en torno a la Verdad, no en torno al error o la conveniencia.
Por eso el quid de esta espinosa cuestión que avergüenza durante siglos al pueblo Cristiano, es que Jesús pidió al Padre que estuviésemos donde El está y no en otra parte. ¿Y dónde está Jesús? ¿Dónde podemos encontrar a Jesús en nuestra vida? La Eucaristía es el mejor detector de la Verdad Ecuménica. Ahí ha querido estar El, ahí ha querido quedarse. Siempre que estemos ahí, “contemplando su gloria”, estaremos en la Verdad, estaremos en el Amor. Las cuestiones teológicas son secundarias. El que busca la Verdad con sincero corazón la puede encontrar en su plenitud en el Sagrario. Pero este es silencioso, callado, no es una tribuna teológica ni un discurso razonable ni argumentativo sobre la Verdad y el ecumenismo. La Eucaristía es ese lugar al que Jesús se refiere en la bonita oración que el Evangelio hoy nos relata. “que estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria”. Es la contemplación eucarística donde se acierta seguro. Recemos mucho para que nuestros hermanos en Cristo de otras confesiones no católicas, descubran este Tesoro del que es portadora la Iglesia y que encierra el secreto y el misterio de la Unidad que Cristo suplicó a su Padre.