Se insiste con frecuencia en los medios de comunicación y en los ambientes intelectuales que se autopostulan como “progresistas” (especialmente los vinculados al “lobby” de género: feministas y grupos de activismo gay) en que han surgido en los últimos años “nuevos modelos de familia”, de forma que la que llaman displicentemente “familia tradicional”, sería un ejemplo —el más antiguo y obsoleto— de esas pluralidad de familias hoy existentes. Al amparo de la presunta evidente veracidad de esta opinión se pretenden legitimar reformas legales y educativas para dar carta de naturaleza a realidades como el mal llamado “matrimonio homosexual”, las técnicas de reproducción asistida para personas solas o para parejas de dos hombres o dos mujeres, el divorcio como esencia contractual de todo matrimonio y asequible como derecho para todo cónyuge que haya perdido el amor, la maternidad como una opción de la mujer que tiene derecho a no ser madre aunque ya esté embarazada, etc.
La forma de razonar que se indica en el párrafo anterior comete dos errores, uno de hecho y otro de concepto. Veámoslos.
Primero el error de hecho: No es cierto que existan nuevos modelos de familia inventados o aparecidos en los últimos tiempos. En materia de afectividad y sexualidad las posibilidades humanas son conocidas desde la época de las cavernas y no hay novedades. Cualquiera que se asome a la Biblia o a la literatura griega o romana, podrá comprobar que todo lo que se nos presenta como la gran novedad de nuestros tiempos (homosexualidad, transexualidad, aborto, anticoncepción, promiscuidad sexual, cambio de parejas, ruptura de compromisos, parejas de hecho, etc.) es tan viejo como la memoria histórica de la humanidad. La novedad no es lo que sucede, sino el prejuicio ideológico moderno de querer valorar todas esas posibilidades como de igual dignidad y valor. Lo novedoso no son los hechos, sino la ideología —la “moral” si se quiere— con que se juzgan esos hechos.
Para comprender este reduccionismo moderno conviene darse cuenta del “prejuicio” que subyace: la confusión del matrimonio y la familia con el sexo, el afecto y el deseo. En efecto, el “moderno” que afirma que hay nuevos modelos de familia lo que presupone es que, donde hay dos personas que se quieren y comparten cama, hay matrimonio y familia; y, donde alguien “desea” un hijo, hay familia; y que sobre este tema no se puede decir nada más desde una óptica laica, moderna y aceptable en una sociedad aconfesional y pluralista.
Pero resulta que matrimonio y familia no son igual a sexo, afecto y deseo; aunque presupongan estas realidades humanas. El matrimonio y la familia son bastante más que eso. En caso contrario, el concepto de familia sería tan lato como para englobar la amistad, la prostitución, el arrebato de fin de semana y el encuentro ocasional de discoteca; y, si así fuese, el concepto de familia no nos serviría para nada y sería inutilizable, pues englobaría tantas cosas y tan distintas que no sería útil ni para el análisis y comprensión de la realidad, ni para el Derecho.
Lo anterior se puede ver claro si miramos la historia del Derecho. Jamás a nadie en ninguna época se le ha ocurrido regular por ley ni la sexualidad ni la afectividad, pues es un mar sin orillas ajeno a lo jurídico por sí mismo. Por tanto, cuando se han dictado normas o leyes sobre el matrimonio y la familia —y todas las sociedades lo han hecho sin excepción— lo que están regulando es algo distinto. ¿Qué es ese algo distinto que especifica y hace digno de ser atendido por las leyes lo que llamamos matrimonio y familia? Sólo puede ser algo que exceda del interés y la satisfacción particular de los que se quieren o se relacionan sexualmente para afectar al conjunto de la sociedad en términos relevantes. Ese algo es la vida, las nuevas vidas. Lo que distingue al matrimonio y la familia del puro mundo particular de la afectividad y la sexualidad de las personas es la apertura a la vida.
una institución socialmente eficaz
A la sociedad le interesa que haya sucesión generacional, pues en caso contrario no tendría futuro. Por eso cuando algunas personas crean el ámbito natural donde pueden surgir —y de hecho surgen normalmente— las nuevas vidas, el Derecho se acerca a esa realidad en clave de cuidado y de protección, y lo regula con mimo y cariño bajo los nombres de matrimonio y familia. Así se entienden bien las notas que definen al matrimonio:
a) Heterosexualidad: En la especie humana la apertura a la vida se da cuando se juntan los gametos masculino y femenino, por lo que el matrimonio exige la presencia de un hombre y una mujer. Esto no es un invento del cristianismo ni una imposición de los papas; es la consecuencia de la configuración biológica de la especie humana. Por ello incluso aquellas sociedades que normalizaron la homosexualidad —como sucedió en cortos períodos de la historia clásica de Grecia y Roma— supieron muy bien distinguir entre el matrimonio y los juegos privados, regulando el primero en la ley como institución de relevancia social y dejando los segundos al albur de la libertad de actuación sexual, sin trascendencia para el bien común por su esterilidad constitutiva.
b) Apertura a la vida: Esto es precisamente lo que interesa del matrimonio. Desde siempre se ha sabido que se pueden tener hijos sin casarse y sin crear estructuras estables; pero desde siempre se ha constatado también que eso no es lo ideal para las nuevas vidas y, por eso, se ha privilegiado el matrimonio estable y formal como ámbito idóneo para la maternidad pensando en el bien del niño.
c) Estabilidad, duración: Los niños —los bebés humanos— tienen un período de maduración larguísimo y, por tanto, interesa que estén socializados en una estructura permanente en el tiempo que pueda garantizar el ambiente idóneo para su maduración, crecimiento, educación y atención; y porque los lazos que se crean entre los cónyuges afectan tan íntimamente a las personas que su ruptura desestabiliza y genera daño normalmente a ellos mismos.
Y la humanidad ha sabido también desde siempre que esas notas definitorias del matrimonio pueden darse al cien por cien del ideal –uno con una, fecundos generosamente y unidos padres e hijos hasta la muerte y abriéndose con cariño a los yernos y nueras y a los nietos y….- o puede darse con la imperfección de lo humano, bien por eventos no voluntarios ni queridos (muerte de uno de los cónyuges, por ejemplo, esterilidad, etc.), bien por un ejercicio erróneo o nocivo de la libertad (infidelidad, abandono, traición, miedo a la vida, violación, aborto, etc.) o bien por circunstancias creadas por terceros ajenos a los cónyuges (guerras, enfermedades, etc.).
Precisamente por esta constatación, las leyes y costumbres han tendido siempre a reforzar lo mejor, el ideal, según las posibilidades y la sensibilidad moral de cada época. Y por eso, cuando la humanidad fue iluminada acerca de la verdad íntegra sobre el hombre, la cultura cristiana creó un verdadero armazón jurídico, moral e institucional para blindar el matrimonio en sus rasgos más genuinos y exigentes; pero el cristianismo no inventó ese matrimonio; descubrió y profundizó, como antes nadie lo había hecho, en lo que la humanidad siempre había sabido con más o menos claridad y precisión.
No es cierto en consecuencia que en esta materia haya nada nuevo bajo el sol. Hay lo de siempre. Una inmensa mayoría que intenta ilusionadamente crear una estructura familiar estupenda, feliz y permanente; muchos que lo consiguen con más o menos dificultades y errores; y unos cuantos que fracasan en el intento. Y también gente que tiene miedo al ideal o no lo conoce e intenta acercarse a él sin saberlo por caminos parciales o equivocados. Es decir, nada nuevo bajo el sol: lo que observamos en la historia de la humanidad desde siempre.
entender la familia es entender la vida
Lo único novedoso en nuestros días es el error de concepto de quienes desconocen que existe una naturaleza humana, una verdad sobre el hombre que podemos conocer y que, en consecuencia, no conocen el ideal posible y pretenden legislar por el rasero más bajo, equiparando como igualmente valioso todo lo que de hecho sucede. Pero esto no es una novedad de hecho respecto a la familia, sino una novedad ideológica.
Lo nuevo en nuestros días no son esos presuntos e inexistentes “nuevos modelos de familia”, sino una ideología que no entiende la familia; es más, que la puede atacar como si fuese un mal. Éste es el problema singular de la familia en nuestra época: la existencia de una crisis antropológica que hace que algunos de nuestros contemporáneos —un número relevante de ellos— no pueda entender qué es el matrimonio y la familia porque no entiende qué es el hombre. Quien no se aclara sobre sí mismo, difícilmente se aclarará sobre la relación entre dos “sí mismos”, que deben construir un proyecto personal en común, abierto a nuevos “sí mismos”, a los que hay que ayudar a construir su propia personalidad.
Sobre el sustrato de este déficit antropológico, algunos despistados han construido una ideología expresamente antifamiliar: la ideología de género. Para esta ideología, la dualidad hombre-mujer es algo cultural, no natural, y opresor para la mujer, sin que deba ser presupuesto de la organización social, pues eso resultaría contrario a la liberación de la mujer, que es clase oprimida por el varón en el seno de esa relación esclavista de poder, que es el matrimonio.
Para esa ideología, la maternidad es el fruto de la esclavización de la mujer al servicio del varón en el seno de la relación de explotación que es el matrimonio. Para esa ideología son liberadoras las formas de sexualidad (como el autoerotismo o la homosexualidad), que excluyen la apertura a la vida, y son un derecho las prácticas que permiten no ser madre, como el aborto. Para esa ideología, las técnicas que pretenden sustituir al matrimonio como el contexto ecológico de la maternidad por la producción tecnológica de la vida son exaltadas como liberadoras.
la alegría de hacer familia
En nuestros días la familia está tan de moda como siempre, pero se enfrenta a un problema específico de nuestra época, distinto de los problemas que otras épocas han planteado al esfuerzo de hacer familia. Este reto contemporáneo no es ni mejor ni peor que los de otras épocas; pero a nosotros, hombres y mujeres de hoy, nos agobia especialmente porque es el nuestro, no porque sea más grave que los que afrontaron nuestros predecesores.
El problema específico de nuestra época, al que deben hacer frente quienes quieren hacer familia es que hoy muchos de nosotros no sabemos en qué consistimos, no nos conocemos, no tenemos ni idea de en qué consiste ser humano. Y así es muy difícil hacer familia: cuando alguien que no se aclara sobre sí mismo intenta construir una relación interpersonal creadora y permanente con alguien que no se aclara sobre sí misma, es casi imposible que lo consigan.
Por ello, para ayudar a nuestros contemporáneos a lograr ser felices en familia, lo mejor que podemos hacer es ayudarles a entender qué es el ser humano, a conocerse a sí mismos en su íntima realidad, a anclarse y enraizarse en la mejor tradición humanista de nuestra civilización. Y como instrumento para esta pedagogía es muy importante que nos vean felices en familia, que el testimonio de nuestra vida les demuestre que entenderse así ayuda a lograr vidas plenas.
El mejor favor que podemos hacer a la causa de la familia hoy es mimar la nuestra para que sea faro que demuestre que es posible hacer familia y que además es profundamente gozoso, que genera felicidad. Igualmente es imprescindible hablar bien de la familia, dar razón razonada de su ser y naturaleza. Es necesario formar a las nuevas generaciones en una sexualidad personalista y responsable, abocada a la entrega personal e instrumento para la vida. Es conveniente denunciar los mitos y sofismas de la ideología de género para que no contaminen las mentes y los corazones. Es obligado dar testimonio de que en familia se puede ser muy feliz.