«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya, pero como no sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo, por eso el mundo os odia. Recordad lo que os dije: ‘No es el siervo más que su amo’. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra. Y todo eso lo harán con vosotros a causa de mi nombre, porque no conocen al que me envió”». (Jn 15,18-21)
Cristo nos da ejemplo en todo porque nos conoce perfectamente y nos precede en cuanto pueda acontecernos. Por eso, en este Evangelio nos anima y fortalece nuestro espíritu para que nos mantengamos firmes en la fe en los momentos en que se presente la tribulación, la persecución, la incomprensión de los demás y, en definitiva la tentación de negar a Jesús ante la presión de un mundo paganizado en el que, sin pertenecer a él, ha de ser el lugar donde hemos de vivir.
Está claro que no nos faltarán momentos difíciles en los que cargar con nuestra cruz se nos haga insoportable. Sin embargo, no hemos de olvidar que somos seguidores de un fracasado, de un ajusticiado por el mundo en una ignominiosa cruz. El mundo nos perseguirá y despreciará tal como lo ha hecho con Él. Y, ante tamaña injusticia, también, tal como ha hecho Él, debemos entregar la vida, si fuera preciso, por la redención de nuestros enemigos, perdonándolos y amándolos a pesar del perjuicio que nos causen, del odio que nos tengan, del desprecio al que nos sometan.
Todo ello porque, si somos hijos de Dios, nuestro comportamiento debe ser como el de Dios, que a todos ama y desea la salvación de todos. No hemos de olvidar que Cristo ha muerto redimiéndonos a todos, cargando con absolutamente todos los pecados, por espantosos que sean. Así nosotros hemos de anunciar a Jesucristo con nuestra vida: amando, comprendiendo, perdonando, reflejando con nuestra palabra y actitud el verdadero rostro de Dios: Jesucristo crucificado, amando y perdonando, incluso a quien lo desprecia o no cree en Él.
Esta forma de seguir al Maestro es totalmente imposible para el hombre. Pero se hace posible en cuanto, bajándonos de nuestro orgullo satánico, nos reconocemos pecadores, no mejores que los demás y, con la humildad que se nos conceda de lo Alto, entremos en oración pidiendo a Dios la ayuda necesaria para proclamar a Cristo ante los hombres con verdad, caridad y en toda ocasión.
El mundo desconoce a Dios y, sin saberlo, tiene hambre de Él. Por eso muchos se convertirán al verle actuar a través de nosotros.
A pesar de lo que pueda parecer, nos ha tocado la mejor parte en la vida: poner con ilusión y esperanza nuestra mirada en el cielo; ansiar la verdadera vida en la que estaremos con el corazón pleno de amor y de alegría en la presencia del Señor. En la medida en la que por la fe estemos anclados en estas verdades, podremos discurrir por la vida terrestre sin las angustias que a tantos hombres sumen en la angustia, en la desesperanza, en el egoísmo y en el odio fruto del constante temor a los demás, a los acontecimientos luctuosos.
Es decir, nosotros, como verdaderos hijos de Dios, convencidos de que la muerte no existe, sino que estamos llamados a nacer a una vida plena, y de que Dios nos ama y es poderoso para convertir todo lo que para el mundo es malo en bien, podemos pasar por la vida presente apoyados en la fe y siendo infinitamente más felices que el resto de los hombres. Nos gloriamos en la cruz de Cristo, que como muestra suprema de amor y de esperanza mostramos a todas las personas al predicarla y asumirla nosotros con alegría y la seguridad que nos proporciona la esperanza a la que estamos llamados.
La muerte ha sido vencida, la última palabra la tiene la Vida… ¡feliz y sin fin!
Juanjo Guerrero