«Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”. A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: “Paz a vosotros”. Luego dijo a Tomás: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”. Contestó Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús le dijo: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”». (Jn 20,24-29)
En el Sermón de la Montaña, al comienzo de su predicación, Jesús declaró bienaventurados y dichosos a “los pobres de espíritu”, “los mansos”, “los que lloran”, “los que tienen hambre y sed de justicia”, “los misericordiosos”, “los limpios de corazón”, “los pacíficos”, “los que padecen persecución por la justicia”, y como colofón, a aquellos que “los hombres aborrezcan, excomulguen, maldigan o proscriban por amor del Hijo del hombre”. Y para todos ellos estableció el premio del contrapunto humano a sus males temporales, es decir, la posesión de la tierra, el consuelo de sus lágrimas, y la hartura del hambre, y la recompensa eterna del reino de los cielos, que también se expresa como “la misericordia de Dios”, “la contemplación de Dios”, o “el ser llamados hijos de Dios”.
Así, con razón se ha dicho que las Bienaventuranzas son el camino seguro para llegar al cielo.
Pero al final de su vida terrena a Jesús le quedan muchas cosas por decir, y aun cuando todas ellas pudieran extraerse, rotundas y claras, del ejemplo y la palabra de su ministerio público, y de toda la actividad desplegada desde el pesebre de Belén hasta la cruz del Calvario, ahora, la noche de Jueves Santo, en la sobremesa acogedora del Cenáculo, en la intimidad entrañable que comparte con sus amigos, y luego, muerto y resucitado, revestido ya de un cuerpo glorioso, en las apariciones postreras a sus discípulos, todavía queda margen para proclamar el mandamiento del amor, la fuerza de la esperanza y la vitalidad de la fe, las tres virtudes teologales.
Para la virtud del amor, después del Calvario, no harían falta más palabras ni gestos añadidos, pero Jesús quiere proclamar el mandamiento nuevo del amor en la Última Cena, y después, antes de subir a los cielos, examina de amor a Pedro con la triple pregunta que quiere borrar la triple negación que atormenta al apóstol, y a la postre, encomendarle la misión pontifical de “apacentar a sus ovejas”. La virtud de la esperanza se refuerza y engrandece con la promesa del Espíritu Santo, y se explica y confirma en los parlamentos postreros del “gozo tras la tristeza” (Juan 16, 16-24), y la “Promesa de una revelación más clara”, (Juan 16, 25-33).
Y finalmente la fe, el don inefable y gratuito de Dios, se pone de manifiesto para todos en el episodio que comentamos de su segunda aparición a los discípulos después de la resurrección. “Porque me has visto has creído —le dice Jesús al descreído Tomás, que está rendido de amor y admiración a sus pies musitando la plegaria de adoración eucarística de toda la Iglesia— dichosos los que crean sin haber visto”,concluye entregándonos su última Bienaventuranza. Y esos bienaventurados de los que habla Jesús somos todos nosotros.
Horacio Vázquez