“…Cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros…, alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos” (Mt 5,11-12).
Cierra el Señor las Bienaventuranzas con una promesa de felicidad que, ciertamente, desafía la razón y desazona la sensibilidad. ¿Cómo estar alegres y exultar en medio de la persecución y de la calumnia? ¿Cómo aceptar como creíble una recompensa que se desplaza al futuro y a un lugar como el cielo?
A nuestra condición humana se le presentan estas preguntas con un tamaño y un grado de dificultad semejante a los de aquella otra cuestión de tratar de conciliar la existencia de Dios (bueno y providente) con la del mal real y concreto que nos acosa y nos persigue. Porque tenemos una mentalidad empirista, reduccionista y relativista, caracteres que no son los mejores en orden a admitir una Palabra así.
En cuanto oímos hablar del cielo y del futuro nos saltan las alarmas que tenemos conectadas a nuestro positivista sentido de lo real y de lo posible. El cielo es el “topos uranos”, un “estar en el aire”, un “vivir en la luna”, un “tener cogidas las cosas con alfileres”; es decir , el cielo es el hilo o cuerda floja en que “ se columpian” nuestras fantasías , incompetencias y vaguedadedes: todo aquello, se dice, que no pasa de ser otra cosa que proyecciones de anhelos que sabemos de imposible realización.
Y hemos de reconocer que la palestra de los debates teóricos y especulativos no es el mejor lugar para defender Mt 5,11-12. Sin renunciar para nada a la reflexión y al contraste de ideas y pensamientos, el argumento de la fe itinera por los terrenos de las vidas de los santos. La razón de posibilidad y verosimilitud que asiste a la palabra de Jesús es la felicidad que llenó y llena la vida de quienes, fiados de su palabra, aguantaron toda clase de improperios, negaciones y sufrimientos. La Carta a los Hebreos, escrita en una situación de especial dificultad, es un testimonio fehaciente de lo que digo.
perseguidos mas no desamparados
La inteligencia de las palabras con que se cierran la Bienaventuranzas no procede de un ejercicio de ciencia y filosofía humanas, sino de ver cumplida la promesa del Señor en existencias concretas reales, empezando por la suya propia. Quien ve a un santo, alcanza la prueba de la veracidad de la Bienaventuranza. Quien nunca se ha encontrado con un santo, camina desconcertado y a oscuras. Llama poderosamente la atención que Mateo inmediatamente después del v. 12 añade: “Vosotros sois la sal de la tierra…” (v. 13); “Vosotros sois la luz del mundo” (v. 14).
Quien está salado por la predicación de la Palabra y ha sido iluminado por su luz, resplandeciente en la vida del santificado por Cristo, entiende perfectamente que Jesús concluya en el v. 16: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”. Es la luz de la santidad en Cristo Jesús la que hace a los hombres ver y entender, llegando al conocimiento de la verdad y de este modo a la salvación (1Tm 2,4): todo ello conforme al designio de Dios.
El conocimiento verdadero de qué es el cielo pasa por ser testigo del mismo en la vida: quien lo vea sabrá qué es; quien no lo conoce sino sólo de oídas no sabrá qué es. Los santos son aquellos escogidos por Dios como verdaderos “autoptas”, videntes por sí mismos y en sí mismos de la Bienaventuranza que encierra sufrir por ser cristianos (1Pe 4,12-16 y también 2, 19), siguiendo las huellas de Cristo, el Santo, el Justo. De modo que, en Cristo Jesús, el cielo nos aparece como algo próximo, cercano; como perfectamente identificable con el anhelo más profundo de nuestra alma; el cielo es el lugar del trono de Dios y del Cordero (Mt 5,34; Ap 4 y 5), el cielo es el mismo Dios hecho posesión nuestra por el Señor Jesús resucitado y triunfante.
No ha prometido Jesús el Reino de los Cielos como amortiguante o calmante de los sufrimientos que esta vida depara a todos los hombres y que luego queda en nada. El cielo no es una promesa vacía, no es una quimera, no es la mística de la nada a cambio del todo. El discurso del Señor en el Monte de las Bienaventuranzas no es “ética sublime” de lo imposible e infinitamente lejano, precisamente por eso mismo. Una cosa son los filosofemas éticos o ejemplarizantes o estéticos… y otra cosa muy distinta es el Amor. No creo equivocarme ni exagerar si digo que el cielo es el Amor en persona…, en una persona. De hecho en nuestro lenguaje común reservamos cielo y amor como términos que con toda propiedad definen a las personas que nos son especiales: no a todos, ciertamente, les decimos “eres un cielo”, “eres un amor”.
Nuestra sensibilidad busca equilibrar las deficiencias de la razón con elementos figurativos y simbólicos: es un fenómeno homeostático muy beneficioso para el bienestar espiritual.
El Evangelio de Jesús no es placebo de nada. A los santos, Bienaventurados aquí en la tierra, les nace la felicidad, en medio de la persecución, de un doble motivo y modo: de haber sido, previamente, perseguidos y felizmente alcanzados por Cristo, y a la manera como le nace al labrador el tallo del trigo que ha muerto en el surco: sea quien sea el que siembre y el que riegue, es Dios quien da el poder de germinar y llegar hasta la espiga en sazón. Dice Jesús una Palabra: “…porque vuestra recompensa será grande en los cielos” (Mt 5,12). Quizá pudiéramos sustituir, sin violentar demasiado el texto, la partícula “en” por “como”; entonces tendríamos las dimensiones de aquella felicidad: la recompensa por una persecución del tamaño de la tierra es una felicidad del tamaño del cielo; compensa el trueque. Santo es el Bienaventurado y Feliz porque ha dado crédito a la Palabra (Lc 1,45), poniendo así un sello a la veracidad de Dios. Así que es cuestión de fe.
por patria el cielo, a Dios por legislador
Sin embargo, nuestra fe está amenazada. Pablo bien pronto advertirá de esto mismo a los cristianos de Tesalónica, que eran perseguidos por sus compatriotas: prefiere quedarse solo y enviarles a Timoteo para “consolidarlos y alentados en la fe, a fin de que ninguno titubease en las tribulaciones…, no fuera que os hubiese tentado el tentador y hubiese resultado estéril nuestro trabajo” (1Ts 3,2-5).
El tentador es astuto y sabe que frente a la persecución y al sufrimiento (sean de la naturaleza que sean) nace en nosotros un miedo que bloquea la fe. Este miedo encuentra en la soledad un aliado muy poderoso. La tentación o estrategia que mejor sabe manejar el Enemigo es vaciar la fe, irla desustanciando poco a poco, más que eliminarla o suprimirla de un tirón: prefiere transformarla en un esquema vacío, en un recipiente que nada contiene, en una forma sin materia. El diablo resulta ahora posmoderno, pero tan diablo como siempre y tan mentiroso como viejo.
Por eso Pablo nos muestra la panoplia con que defendemos: ante todo la verdad y la fe (Ef 6,14-17). La memoria de la fe que mantuvieron los justos que nos precedieron queda ahí como testimonio de un recio combate o espectáculo público, compartiendo, como compartieron, los padecimientos de los hermanos, cumplida la voluntad de Dios; así los alcanzó la promesa: que Él volverá y no tardará para llevarlos consigo. Esta conciencia hace al creyente “no hombre de cobardía para perdición, sino de fe para salvación del alma (Hb 10,39). Dicho con otras palabras de la misma Carta: el punto capital de la Bienaventuranza final que comentamos es que tenemos un Pontífice tal que se sentó a la derecha del trono de la Majestad en los cielos (8,1).
Y del cielo viene sobre un caballo blanco, teniendo por nombre “Fiel y Verdadero”, para juzgar con justicia y hacer la guerra; y como título lleva escrito en su manto, todo él manchado de sangre, “Rey de reyes y Señor de señores” (Ap 19,11-16). Las huestes del cielo le siguen a la gran victoria final.
Esta victoria se celebrará con un gran banquete: el Señor triunfante y victorioso festeja su victoria y su boda, llamando al convite a los Bienaventurados de toda raza, lengua, pueblo y nación. Victoria y Boda concentran el sentido del cielo. La Esposa, la nueva Sión, la humanidad rescatada por la Victoria del Cordero vive ya desde aquí escatológicamente el Reino de los cielos. Reino y Cielo constituyen un continuo en la Historia de la Salvación, de modo que el presente es impulsado desde dentro al futuro, y éste es la plenitud de aquél.
Pero es decisivo advertir algo: el Reino de los Cielos tiene una puerta. Y es estrecha. Quien no merma y se hace pequeño no pasa por ella: como el hilo ha de adelgazarse para pasar por el ojo de la aguja. Si no, no se entra en el Reino (Mt 18,3-4). Las riquezas hinchan, la persecución estrecha y afila. Entrar en el Reino es acertar a enhebrar el hilo de la vida a la aguja del designio de Dios con que cose las edades y los tiempos de la Historia de la Salvación. Es claro, pues, que este designio de Dios, su inefable “ésah”, nos constituye en personas; y la esencia de la persona es la beatitud proclamada por Jesús para los perseguidos. La Sabiduría de la Cruz nos explica en cuanto referidos al Cielo y a Felicidad suprema.
“No se cumpla mi voluntad sino la de mi Padre”
Y aún hay más, también fundamental en al última Bienaventuranza. Ya lo he dicho antes: la Sabiduría de la luz no es una estética rancia del sufrimiento o una mística patológica del dolor. En Mt 5,11-12 hay un elemento preservador y liberador, a la par, de tales esteticismos y misticismos: el encarnamiento con Cristo, la participación en aquella “aitía” a la que Él entregó su vida entera. Ese “por mi causa” esconde un tesoro de incalculable riqueza personal y espiritual. Toda la perícopa citada se desenvuelve en un dinamismo progresivo ascendente hasta llevarnos a la fórmula maravillosa que usa también S. Marcos (4,17): a causa o por razón de la Palabra. Puede decirse que la piedra de toque, la clave para la inteligencia de la Bienaventuranza encerrada en la persecución es estar encausados en la misma causa del Señor.
¿Por qué fue perseguido, ajusticiado y muerto Jesús en la Cruz? Por lo mismo el cristiano soporta la persecución. Más aún: la promesa de una recompensa grande como el cielo se confunde, a la postre, con esta misma causa, porque el cielo prometido es el mismo Señor, es la Palabra, en razón de la cual la esperanza no nos defrauda al sufrir con paciencia la persecución, la calumnia y la muerte misma: exactamente como Él.
Decía el Papa en la homilía de la misa en la Solemnidad de la Asunción de la Virgen María (15-8-2010) que el cielo es un lugar en Dios para nosotros: Dios mismo es el Cielo. Pues bien, la Causa a la que Jesús dio todo cuanto era y tenía es el Padre. En esto coinciden Mateo y Juan: ambos usan el mismo término, al que dan matices propios: “aitia” en Mt 27,37, como expresión pública en el tablero clavado en lo alto de la Cruz, presenta explícitamente la realeza de Cristo: “Rey de los judíos”. En los versículos 39-44 el evangelista lo señala aún más claramente: Es el Hijo de Dios, el Rey de Israel, ha puesto en Dios su confianza, El dijo “soy Hijo de Dios”. En el juicio ante Pilato se expone un ahondamiento extraordinario en esa “aitía” o causa de la muerte de Jesús. En Juan 19,6 dicho término reviste un aspecto jurídico, nada raro, por otra parte, dada la circunstancia en que se desarrollan los hechos.
Pilato busca un motivo, una razón que justifique la condena a muerte demandada por los jefes judíos. Pilato piensa como romano y los judíos como israelitas. Cuanto más avanza el juicio más se distancian entre sí. El argumento final judío para doblegar al romano es una mezcla de pragmatismo y de religiosidad: tiene que morir porque se ha declarado rey, poniéndose así en contra del César, y porque se ha hecho Hijo de Dios: ni remotamente podía creer Pilato o tomarse en serio que tenía delante a un Rey, Hijo de Dios, o a un Hijo de Dios, Rey de Israel. En una causa así para enviar un reo a la cruz, Pilato nunca jamás se habría parado a pensar, creo yo. Los judíos le abrieron los ojos. La astucia judía complica la disposición de Pilato a soltar libre Jesús, enmarañando lo religioso con lo político, y viceversa. El Procurador, cada vez más acobardado, “no encuentra en Jesús causa alguna” (Jn 19,6). Nosotros sí. Pero de naturaleza bien diferente a la suya. El amor sin condiciones no es fácil de encajar en un proceso, es cierto; pero a nosotros esta “causa” tan especial nos fortalece el sentido hondo de la persecución, el dolor y la fragilidad de la vida: todo ello aceptado y abrazado por Dios hecho Amor en Cristo Jesús, a impulsos del Espíritu, se transforma en un mismo caudal de gloria, canjeable por la vida eterna en el cielo.
alentados por la corona de la inmortalidad
La experiencia cristiana desde los primeros años fue esta misma. Pablo escribía a los Tesalonicenses: “Nosotros mismos nos gloriamos de vosotros en todas las asambleas de Dios en razón de vuestra paciencia y fe en todas las persecuciones y tribulaciones que soportáis; signo del justo juicio de Dios: que vosotros seréis juzgados dignos del reino de Dios, por el cual sufrís…” (2Ts 1,4-5). Del Litóstroto al Gólgota fluye una corriente de vida que alimenta y robustece a quien tiene aflicción y angustia: consuela pensar que todos nuestros llantos, lutos y pesares están en la causa de Jesús; por eso, del Amor de Dios hecho persona en el Señor resucitado no podrán separarnos ni el mal, ni los malos, porque ya sea en vida o en muerte, del Señor somos. También nuestra cruz tiene en su cabecera un rótulo con un título: “Amados por Dios”. Claro que dicho así (como es) es un escándalo y una necedad para el mundo. No obstante, de lo más alto del monte de las Bienaventuranzas baja a nosotros la Bondad del Señor, la Luz de la esperanza a pesar del mal.
María estuvo también en el monte junto al lago de Galilea, como estuvo al pie de la cruz. En verdad, ¿cuál es la diferencia entre los dos montes? La Hija de Sión y Nueva Sinagoga sostiene siempre la Cruz. Su amparo mantiene en nosotros la firme convicción (hecha de fe y esperanza) de que “el Señor Jesús vendrá desde el cielo con los ángeles de su poder para darnos a los atribulados holgura y descanso, el día de su revelación” (2Ts 1,7s.). Por eso le rezamos, mientras llega aquel día, con los bellos versos de Cristóbal de Mesa:
“Tú, de la cual nació la Luz del mundo,
de lágrimas en este oscuro valle
nos mira desde aquesa empírea corte.
Y a buen puerto de aqueste mar profundo
saldremos, si es tu mano el Gobernalle
el piloto tu amor, tu vista el norte”.
(Tomado de “Loores de nuestra Señora”).