«En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed; pero, como os he dicho, me habéis visto y no creéis. Todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré afuera, porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Ésta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día. Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”». (Jn 6,35-40)
El Evangelio de San Juan siempre resulta misterioso; es sencillo y, sin embargo, el más profundo. Presenta muy frecuentemente frases de estructura gramatical elemental, repeticiones, escaso vocabulario… y, con todo, nos lleva al dintel de grandes misterios de la fe. El Evangelista águila se vale de lo fácil literario para conducirnos a lo difícil espiritual, a lo elevado de Dios.
Empieza el texto con un “Yo soy el pan de vida”. San Juan va construyendo su Evangelio y demás escritos apoyándose en la propia experiencia del Señor y en contenidos veterotestamentarios —el libro del Génesis, por ejemplo, tiene una amplia acogida en los escritos joánicos—. El “Yo soy el pan de vida” se puede retrotraer al divino “Yo soy” del Éxodo, con el que Moisés había de presentarse ante el faraón. Pascua judía, maná, cena del Señor. Yo soy el que soy. Yo soy el pan.
En el cuarto Evangelio aparecen numerosas expresiones que tiene como protagonista el Yo soy: “Yo soy, no temáis” (Jn 6,20); “si no creéis que yo soy moriréis en vuestro pecado” (Jn 8,24); “cuando hayáis elevado al Hijo del hombre, entonces sabréis que yo soy” (Jn 8,28); “antes de que Abrahán existiera, yo soy” (Jn 8,58); “para que cuando suceda, creáis que yo soy” (Jn 13,19); “Yo soy” (Jn 18,5); “’Yo soy’, retrocedieron y cayeron por tierra” (Jn 18,6); “ya os he dicho que yo soy” (Jn 18,8)… En todos estos textos vemos el empleo absoluto del Yo soy, con toda la majestad implícita que conlleva.
No carece de interés enumerar los distintos pasajes en los que aparece la fórmula acompañada de sus respectivas imágenes: “Yo soy la luz” (Jn 8,12), “Yo soy la puerta” (Jn 10,7), “Yo soy el buen pastor” (Jn 10,11), “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11,25), “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). Se podrían poner otras variantes del Yo soy en el evangelio de San Juan para hacernos cargo de la fuerza expresiva del Yo soy.
El evangelio del día de hoy se abre con un “Yo soy el pan de la vida”. Parece simple: una frase perteneciente al capítulo 6, relativa a la teología eucarística del primer momento de la historia de la Iglesia. Pero hay algo más que afirmación eucarística. Hay todo un trasfondo de Antigua Alianza y un apunte metafísico: Ex 3,14; Is 43,10; 45,18.Ex 14,18; Is 41,4 43,25; 51,12; 52,6; Dt 32,39: “Ved ahora que Yo, solo soy yo”. Detrás del Pan de Dios hay majestad, hay confianza, hay paternidad, hay seguridad, hay Roca, fundamento, hay Alianza… Está el ser de Dios. El “Yo soy el Pan de la vida” no es una metáfora. Es Pan vivo real; Dios se ha hecho pan. El pan ha devenido Dios. Todo el peso del amor de Dios, de ese amor que abrió el mar Rojo, que obró maravillas a favor de su Pueblo, se quiere ahora concentrar de algún modo en un punto minúsculo; en granos de trigo y de uva. La Eucaristía no es símbolo ni metáfora, como digo, es Vida concentrada, fuente de gracia y de amor. ¿Por qué? Porque el Yo soy en san Juan no es meramente lingüístico o literario es real, ontológico, tiene carga metafísica y sabor de Antiguo Testamento. La Alianza se realiza ya perfectamente en el cuerpo y sangre del Señor.
El Señor no es puerta de madera, es entrada real al Cielo. No es luz orgánica sino celeste. Es buen pastor, carne de María. Por otros textos evangélicos y neotestamentarios la Teología nos enseña que la presencia de Cristo en las especies consagradas es singular y diferenciada de otras formas de presencia y de diferente significación. El Yo soy referido al pan no tiene exacto valor que el Yo soy la puerta, por ejemplo. El Yo soy tiene mucha fuerza veterotestamentaria por sí mismo pero en ningún caso, excepto el de Eucaristía, se habla de consagración. No se habla de la consagración de la puerta ni de la transustanciación de la luz. Son palabras que la Iglesia reserva para el Pan de Dios y el Vino del Señor. La puerta no hay que girarla, hay que entrar por ella. La luz no hay que asimilarla, hay que vivir en ella. En cambio, el pan hay que comerlo por mandato del Señor. Su carne, su cuerpo, su sangre tienen entidad de alimento sobrenatural. Jesucristo quiere establecer una comunión transformante y divinizante. La relación esponsal entre Cristo y su Iglesia se realiza en plenitud en la comunión eucarística. Encuentro de personas.
Por tanto, la frase que comentamos es de un valor impresionante. Toda la frescura del ser y toda la fuerza del pan quedan condensados en los misterios eucarísticos. El Yo soy aplicado al pan habla de la personalidad divina volcada sobre el trigo. El buen pastor es buen pastor, es persona. El pan no es persona sino por milagro de Dios. La Trinidad late en un trocito de trigo y de uva. Porque se “unen” el Ser (Éxodo) y el pan, el pan resulta Pan, y el vino Sangre. Cristo es el pan de vida y el pan Es. Enlace misterioso de amor.
De ahí toda virtualidad que posee la Eucaristía. Es auténtico alimento que colma de amor y que necesitamos en nuestro breve peregrinar por este mundo. Nos acordamos de Elías en el monte Horeb cuando recibió aquellas palabras del ángel: “Levántate, come pan, que el camino es superior a tus fuerzas” (1 Rey 19,5).
Son consuelo para el pugilato, batallador celeste: “El que se acerca a mí no pasará hambre y el que tiene fe en mí no tendrá nunca sed”. Necesitamos de este pan de vida para nuestra vida apostólica. Comulgar el Cuerpo del Señor y beber su Sangre es recibir más ser, más caudal de amor. La roca de Moisés era Cristo (1 Cor 10,4). Todo incremento en la gracia va precedido por un aumento de comunión en el ser de Dios, y este a su vez produce aumento de nuevas gracias.
Francisco Lerdo de Tejada