Cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: “Todo varón primogénito será consagrado al Señor”, y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: “Un par de tórtolas o dos pichones”. Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos “han visto a tu salvador” a quien has presentado ante todos los pueblos: “Luz para alumbrar a las naciones” y gloria de tu pueblo Israel”. Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: “Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción –a ti misma una espada te traspasará el alma -, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones” San Lucas 2, 22-35).
COMENTARIO
En este pasaje del evangelio, tan conocido, muy bellamente reproducido en el arte sacro y memorizado insistentemente en la liturgia de las horas (la despedida del día), tiene una riqueza inconmensurable, inagotable. Me contentaré con subrayar algo principal; la presencia de la Trinidad.
En la presentación de Jesús en Templo, a cuyo misterio nos invita a meditar el Santo Rosario, acontece la Trinidad. Y la Trinidad se evidencia, aquí y ahora, precisamente en el Templo de Jerusalén.
El Padre está presente, en las reiteradas alusiones a la “ley”, la “ley del Señor”, el “mesías del Señor”, la “presentación al Señor”, y la propia deprecación de Simeón al “Señor”. El Señor, Dios, el Padre por antonomasia, está siendo y habita en su Templo. De ahí que viajaran con el niño Jesús a presentárselo. Sólo la certeza de la sekináh del Señor en aquel recinto justifica su existencia y las subidas a Jerusalén, así como las ofrendas, etc…
El Hijo es la evidencia; allí es llevado el niño Jesús, quien fue reconocido por Simeón ni más ni menos que como “el mesías del Señor”, “tu Salvador”, “luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. Sí, allí está presente el cumplimiento de las promesas, Dios no ha defraudado a su pueblo; “Tu pueblo” le personaliza el anciano piadoso. Un recién nacido es la prueba de la fidelidad de Dios, para quien vive en la esperanza de la consolación de Israel.
Pero lo que puede pasar un tanto inadvertido, o difuminado, es que el Espíritu Santo, que es Dios, es el gran protagonista. De hecho, si nos fijamos un poco, vemos que el Espíritu Santo siempre acompaña a Jesucristo, desde su concepción hasta su ascensión.
Aquí su operación principal es sobre Simeón. Primero porque “el Espíritu Santo estaba con él”. Segundo por cuanto se le había revelado (el “Revelador” interior es siempre el Espíritu Santo) que vería con su ojos al Salvador (al Hijo de David, prometido). Tercero, porque el mismo Espíritu efectuó la moción de que encaminara sus pasos al Templo en el momento apropiado. De modo que el Espíritu Santo, que nadie ha visto ni puede ver, se hace presente en y por intermedio de Simeón. Está activa toda la Trinidad; caminamos al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo.
Están también María, su madre y José, su padre. Estaban admirados, y fueron bendecidos. Ellos se habían limitado a cumplir la ley (observa lege plena, como Jesús al instituir la Eucaristía). María, a la que se le anuncia que una espada le atravesará el alma, venía de purificarse; la humilde se había sometido a un parto “humano”, y por eso había dejado trascurrir los días señalados, con la anuencia evidente de José. Y venían a “consagrar” a su primogénito al Señor, como prescribe la ley del Señor. Y se proponían realizar la oblación propia de los pobres. Todo conforme a la ley y en el lugar donde dice la ley, en el Templo. Aunque haya que viajar hasta la Ciudad de la Paz para ese fin.
Tenemos, así, a la Trinidad evidenciada, y también a la Sagrada Familia de Nazareth al completo. Y el pasaje se cierra con una profecía muy importante; Jesús pondrá de manifiesto los pensamientos de muchos corazones. Ciñéndonos a la Familia, desvelará la autenticidad -“intención” traduce la Biblia de Jerusalén- de muchos corazones, lo que anida en ese lugar recóndito donde el ser más profundo y auténtico vive y determina las acciones.
Con el tiempo Jesús “se escaparía” al Templo” y allí sus padres, asombrados por lo que se dice de él en la presentación, se mostrarán agobiados en su búsqueda. Es muy sugerente el dato de que a José se le pierda la pista en los evangelios con posterioridad al hallazgo de Jesús en el Templo. José lo trae al Templo y lo hallará en el Templo.
El Templo, y siempre en conexión con la ley, es el lugar donde la Sagrada Familia se presenta en público. La Familia, allá donde va, es el icono de la Trinidad. Hay un misterioso vínculo entre la Trinidad y la Sagrada Familia. Es innegable un enigma insondable entre Dios y la vida, entre la familia y Dios. San Juan Pablo II, dejando caer el preparado pliego de un discurso escrito, lo dijo así; “familia en misión, Trinidad en misión”.