Como el pueblo estaba expectante y todos se preguntaban en su interior si sobre Juan si no sería el Mesías, Juan les respondió dirigiéndose a todos: “Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. El os bautizará con Espíritu Santo y fuego”. Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo: “Tu eres mi Hijo, el amado, en ti me complazco” (San Lucas 3, 15-16. 21-22).
COMENTARIO
El Bautismo de Jesús, narrado por San Lucas -como presente-, viene escoltado -como promesa- por la lectura de Isaías (Is 42, 1-4 6-7) y como rememoración del pasado por la síntesis que difunden, por boca de Pedro, los Hechos de los Apóstoles (Act. 10, 34-38). Estas tres perícopas ponen de relieve un sujeto pasivo de la salvación omnicomprensivo: el pueblo. El Bautista responde a los anhelos de todo el pueblo, la ilusión, el deseo o la intuición de que bajo su pobre apariencia se escondía El Mesías: el pueblo “todo” estaba expectante. Pero igualmente “todo” el pueblo se hacía bautizar. Nadie se quería perder el contacto con el que bien podía ser el enviado definitivo de Dios. Y Jesús, es importante remarcarlo, era uno del pueblo, de la casa de David. Entre las explicaciones posibles al asombroso gesto de hacerse bautizar y de ponerse en la cola de los pecadores, me atrevo a destacar esta condición de miembro del pueblo de Israel. No haber acudido al ritual para “todo el pueblo” hubiera significado auto excluirse o, por así decirlo, dar un testimonio unilateral de sí mismo. Justo lo contrario de lo que aconteció.
Se sujetó a la Ley y ello comportaba participar en todo cuanto hacía el pueblo elegido; en medio de la expectación máxima. Él se hace bautizar y dentro del ritual ora. Y es allí donde la Trinidad se muestra en plenitud y tiene su Epifanía completa. El Hijo estaba allí, el Espíritu Santo se hace visible adoptando forma corporal y el Padre habla desde el cielo, señalándolo como “Mi hijo, el amado: en ti me complazco”.
De modo que la última profecía, la de Juan el Bautista, tiene un cumplimiento inmediato: desengaña y redirecciona a todo el pueblo, expectante y bautizado con agua, y avisa de la inminencia del Mesías, que no bautizará con agua, sino con Espíritu Santo y fuego. Y allí mismo, en presencia de todo el pueblo, no solo el Espíritu se manifiesta (no está de más recordar que la paloma es una de las enseñas de Israel; reiterada en multitud de episodios de su historia y en los salmos) sino que el Padre habla personalmente a su Hijo, al que manifiesta el amor que es propio de padre; amor de complacencia. Un amor insondablemente profundo y amplio; que plenifica a Dios, si es que se puede hablar así.
En realidad nuestra situación es de gemido: “gimiendo como palomas” (Is 59 11). La paloma sufre sin llorar, no tiene capacidad orgánica para exteriorizar su dolor, sufre por dentro. El descanso nos viene de fuera, cuando Dios se olvida de nuestros pecados
La potencia del sucesor y la indignidad del precursor quedan evidenciadas sin ningún género de duda. No es Jesús el que se presenta o proclama Mesías, sino que, tras la ambientación y declinación de Juan, el Espíritu Santo se posa sobre Él y a Él se dirige la voz del cielo (abierto). No se irroga nada, puesto que ora, y sin embargo el Espíritu y el Padre lo ungen, no ya para todo el pueblo, sino, como dice Pedro, para todos, “Señor de todos”, sin acepción de origen. “Hice de ti alianza de un pueblo y luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la cárcel, de la prisión a los que habitan en las tinieblas”. Debemos recordar que “habitamos en tinieblas como los muertos” (Is 59 10).
La Justicia con verdad, que es la misión del Mesías, es el designio irrevocable de Dios, y su Ungido no cejará hasta implantarla, en el modo suave, divino, en que El actúa y del que el propio Hijo participa de forma esencial, como formado de sí mismo.
Cuando somos bautizados en el Nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, se supera el bautismo (para el perdón de los pecados de Juan) puesto que en verdad, va mucho más lejos; se nos abre el cielo, que es mucho más trascendental que el alivio alcanzado con el perdón unilateral de los pecados. El bautismo con fuego, nos posibilita para el amor, y nos confiere la certeza de la vida eterna.