La Galería Trietyakov de Moscú guarda un icono que representa la escena de la Transfiguración, pintado hacia 1402 por un discípulo del gran Teófanes el Griego (1350-1410), pintor ruso de origen bizantino, cuya vida y obras conocemos gracias a las crónicas y a la epístola del monje Epifanio al abad Cirilo de Tver (1415), pintor ruso de origen bizantino, que decoró más de cuarenta iglesias, entre ellas numerosas pinturas murales en iglesias y palacios de Moscú y, concretamente, la que se considera su mejor obra, la catedral de la Transfiguración en Nóvgorod (Rusia).
Este icono de la Transfiguración expresa a los hombres la transformación de la materia en luz. Con la primicia de este episodio en el que el propio Cristo hecho hombre se transfiguró, adelantó la transformación de su naturaleza en divinidad como arras de lo que nos espera. En el Monte Tabor, Cristo se transfiguró como manifestación del esplendor de Dios, de su gloria, de su divinidad y eternidad. Este icono, por tanto, es una representación de la no representación. Se detiene en mostrarnos la belleza de la imagen para representar lo invisible. Utiliza materias primas, medios físicos, materiales e inteligencia humana para expresar lo que está fuera de la física, de la materia y del conocimiento.
vestido de gloria y majestad
En la tradición oriental, el aprendiz de iconógrafo era bendecido antes de emprender su tarea, recitando sobre él el himno de la Transfiguración. Este pasaje era precisamente el primero que debía pintar, quizá con la pretensión de que captase para siempre el inmenso concepto de la luz que estuvo presente en el Monte Tabor inundándolo todo. Ya que la luz del Espíritu que transfigura debe estar presente también en todos los iconos.
En este arte no existe una fuente de luz definida, ni un foco que provenga de ningún lugar, sino que toda la representación está animada por pequeñas pinceladas de luz, oro y tonos claros, significando esa presencia espiritual y física a la que está sometida toda la creación porque Cristo ya ha resucitado.
“Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y los llevó a la cima de un monte alto, en un lugar apartado, ellos solos.” (Mc 9,2). Los evangelistas siguen explicando que “mientras rezaba su rostro cambió de aspecto” (Lc), “brilló como el sol” (Mt) “y sus ropas se volvieron blancas como la luz” (Mt) “resplandecientes como no las puede dejar un batanero en la tierra” (Mc).
Así, Cristo en el centro superior vestido de blanco, color de la resurrección y de la vida, irradia luz por medio de las puntas de estrella blancas que prolongan su luminosidad hacia todo lo que le rodea: figuras y rocas del paisaje, que se impregnan a su vez de pinceladas de luz. Su figura está enmarcada en un círculo tres veces concéntrico, en el que el blanco se confunde con el oro y el azul de la divinidad, hasta llegar al círculo interior que es oscuro y negro.
Un icono no se mira, se contempla. La inteligencia es elevada al conocimiento de Dios (teognosia). Los santos Padres han hablado de los tres grados del conocimiento de Dios: primero, la luz, porque uno que está en la oscuridad y recibe la fe, empieza a ver. En segundo lugar, la nube, porque a medida que se acerca a Dios comprende que sus sentidos y su inteligencia poco pueden ayudarle a penetrar lo incognoscible y lo invisible y, entonces, es el Espíritu el que sí permite penetrar hacia el interior, pero con un conocimiento velado como en una nube. En tercer y último lugar, la tiniebla, ya que los místicos y santos, que han penetrado esta barrera y han experimentado la presencia de Dios, hablan de esa visión como una tiniebla luminosa, la oscuridad de la fe frente a la presencia de Dios, un no ver para ver a Dios, porque Él trasciende toda imagen y su esencia penetra en aquéllos cuya existencia está oculta con Cristo en Dios. Este es el sentido de los tres círculos que rodean a Cristo transfigurado, es decir, los tres grados de conocimiento: luz, nube y tiniebla.
presencia luminosa del Padre en el Hijo amado
La estrella de seis puntas así concebida, también llamada Sello de Salomón, simboliza la unión del espíritu y de la materia, de los principios activo y pasivo. El profeta Daniel, al describir la vida eterna de los justos, encuentra este mismo símbolo: “Los sabios resplandecerán como el esplendor del firmamento, resplandecerán como estrellas para siempre” (Dn 12,3).
Pero el mismo Señor se presenta así en el Apocalipsis: “Yo Jesús, soy la estrella radiante de la mañana.” (Ap. 22,16) De Cristo parten tres rayos hacia los apóstoles y en otras representaciones de esta escena, otros tres rayos parten hacia el cielo. Es la manifestación de la Trinidad a las criaturas celestes y terrestres.
Este episodio ha sido siempre considerado como una de las más grandes teofanías o manifestaciones de Dios, uno y trino, sobre todo cuando, al final de la visión, la nube los cubre y la voz del Padre declara: “Este es mi hijo elegido, escuchadle” (Lc 9,33). El gesto de sus manos indica que toma la palabra, que quiere hablarnos. Y ¿cuál es su discurso? podríamos pensar. Pues Él mismo, porque Él es la palabra hecha carne. Ahora cobra todo sentido el gesto del Hijo, a raíz de las palabras del Padre: “…¡escuchadle!” (Lc 9,33).
Cristo es el centro en el que se unen y comunican cielo y tierra, el amor descendente de Dios a los hombres y el amor ascendente de los hombres a Dios. Sin embargo, el color de estos rayos es el gris porque la luz percibida por los apóstoles nunca es igual a la emanada por el mismo Cristo, sino una sombra de la luz inaccesible en la que habita el Señor (1 Tm 6,10).
El ascenso a la cima de un monte alto que se representa con el perfil escarpado de los tres pequeños montículos en los que se sitúan las figuras sagradas, tiene un paralelismo con la revelación. Uno sube, asciende, se eleva por encima del conocimiento habitual para ser introducido en el misterio de la persona de Cristo. El monte en cuanto lugar elevado es símbolo de virtud, de santidad, frente a los valles, que hundidos, manifiestan el pecado.
Es importante este momento del ascenso; no es anecdótico. Por eso el pintor lo representa, al igual que el descenso del monte, en las dos pequeñas escenas que quedan a ambos lados en la zona central. Las figuras de Jesús y sus tres discípulos quedan enmarcadas en una especie de gruta o cueva. Dejando a un lado la interesante interpretación de los filósofos platónicos sobre el mito de la caverna como imagen del mundo sensible, precisamente algunos Padres de la Iglesia, como Gregorio Niseno, han recurrido al símbolo de la caverna para expresar la Encarnación. De este modo han explicado la penetración de Dios en la materia, paso previo a la transfiguración de esta misma materia. Resulta curioso que en ese mismo monte hay otras grutas excavadas, como signo de que toda la naturaleza está penetrada de divinidad.
La Ley escrita por el Espíritu Santo en nuestros corazones
A los lados de Cristo aparece Moisés a su izquierda y Elías a su derecha. Moisés, con la barba corta y rasgos de madurez, no ha envejecido: conserva inmutable su belleza porque fue hombre de oración y vio el rostro de Dios. Sobre sus manos sostiene la piedra escrita con la Ley. Su postura reverencial es la del contemplativo que alza las manos, al tiempo que se recoge en su interior. Levanta la piedra, infunde el espíritu a la letra, cuyo peso de otra forma la haría caer por el peso de la interpretación judaica.
El segundo de los círculos que rodean a Cristo está descentrado para abarcar la Ley y unirla al rollo que sostiene Cristo en sus manos: la nueva Ley. Cristo no ha abolido la antigua Ley ni los profetas, sino que le da cumplimiento, escribiéndola de nuevo con lenguas de fuego en Pentecostés, con el Espíritu Santo en nuestros corazones, de manera que ya podemos amar y desear cumplirla porque tendemos hacia ella. Nuestro ser la busca; ha gustado el deleite, la dulzura, la paz, el fruto que proporciona vivir en ella.
Elías, por el contrario, sí aparece anciano, con la barba y el cabello largo, porque es el profeta por excelencia. Señala a Cristo con su mano derecha porque Él es el objeto de todas las profecías, el resumen de la esperanza mesiánica cumplida. Sobre ellos, remarcados entre nubes que representan otra dimensión del cielo, el empíreo o lugar de las criaturas espirituales, aparecen sendas figuras de ángeles, aquellos que les condujeron a sus moradas celestes, según una tradición que sostenía que ambos no murieron sino que fueron llevados o arrebatados al Paraíso.
transfigurados por Jesucristo
Desde el siglo VI empezamos a encontrar la escena de la Transfiguración representada en los mosaicos de los ábsides de las basílicas de Parenzo (Italia), San Apolinar in Classe, en Ravena (Italia) y en el monasterio de Santa Catalina del Monte Sinaí (Egipto).
En el siglo anterior se había instituido la fiesta, que, según la tradición, se sitúa cuarenta días antes de la Exaltación de la Cruz. El sentido de tal relación lo encontramos precisamente en los himnos de la fiesta: “Antes de tu Cruz, Señor, el monte imitó el cielo, la nube se desplegó como un toldo. Mientras tú te transfigurabas y el Padre te rendía testimonio, estuvo presente Pedro con Santiago y Juan, porque iban a estar contigo en el momento en el que ibas a ser entregado, para que habiendo visto tus maravillas, no fueran presa de la vileza ante tu Pasión.” (Himno de la oración de Vísperas)
Precisamente la parte inferior se reserva para representar a estos tres apóstoles que caen por tierra en posturas extravagantes y retorcidas, manifestando la imposibilidad de resistir la luz de la visión. El gesto de Santiago tapándose los ojos así lo demuestra, mientras que Pedro es el primero que mirará cara a cara y tomará la palabra, como señala el brazo levantado, para decir: “Maestro, ¡qué bien se está aquí! Hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías” (Lc 9,32).
La costumbre de hacer tiendas con ramaje proviene del tiempo del desierto, cuando el pueblo de Israel palpó la realidad de que esta vida es un camino en el desierto en el que nuestro techo es el cielo y carecemos de todo, por lo que Dios es nuestra única riqueza y provee lo necesario para vivir y no morir.
La fiesta hebrea de los tabernáculos o de las tiendas precisamente invitaba a construir de nuevo chozas o cabañas al aire libre para revivir la experiencia y la intimidad con Dios de los patriarcas y los profetas, cuyos nombres iban escribiéndose en las paredes en los días de la fiesta. También en el templo de Jerusalén se producía la excepcional entrada del sacerdote en el “Sancta Sanctorum”, donde se guardaba el Arca de la Alianza con las Tablas de la Ley. Todo esto —la visión de la divinidad, la Ley y los profetas— está aquí ante los ojos de Pedro, el nuevo sacerdote del nuevo Israel, la Iglesia.