Aquel día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: «Vamos a la otra orilla».
Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Lo despertaron, diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?».
Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio, enmudece!».
El viento cesó y vino una gran calma.
Él les dijo: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?».
Se llenaron de miedo y se decían unos a otros: «¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!» (San Marcos 4, 35-41).
COMENTARIO
El lago de Tiberíades es, realmente, un mar. Ocupa una gran superficie, rellenando una depresión profunda muy por debajo del nivel del Mediterráneo, y cuando sopla fuerte el viento desde el Hermón, al no tener salida, agita intensamente las aguas produciendo un gran oleaje. Las barcas de pescadores, pequeñas y movidas sólo por remos quedan a merced de las olas. Este es el escenario en que se desarrolla el pasaje de hoy.
Jesús, tras una larga predicación a orillas del lago, ordena a los suyos subir a las barcas y cruzar a la otra orilla. Atardece y la noche se echa encima, Él puede contar con varias horas de travesía para descansar, después de una intensa jornada, pues la distancia al destino supera los diez kilómetros.
Es ya noche cerrada cuando, de pronto estalla la tempestad, la situación se va poniendo por momentos más peligrosa: las olas agitan la barca, el agua entra a chorros en ella, y los expertos pescadores ven inminente el peligro de naufragio. Entre tanto, Jesús está dormido en un rincón, en la popa… No pudiendo soportar más la tensión, Pedro y los demás le despiertan pidiéndole ayuda.
Él calma la tempestad con sólo una palabra, pero a continuación les reprocha su falta de fe. Yendo a su lado nada deberían temer. Dios está con ellos y les protege, ellos quedan desconcertados, ante esta nueva prueba de su poder sobre las fuerzas de la naturaleza.
Los Santos Padres y los doctores de la Iglesia han visto siempre en esta escena una alegoría de tantas situaciones críticas que a lo largo de su historia ha sufrido y superado el pueblo de Dios, la barca de Pedro en la que navegamos los seguidores de Cristo por este mundo ¡Cuántas veces a lo largo de los siglos ha parecido a punto de zozobrar, embestida por oleajes de persecución, de cismas y divisiones internas, de herejías antiguas y modernas! Y, sin embargo, la barca jamás se ha ido a pique; más bien ha salido fortalecida de todo ello. Se diría que hasta le ha venido bien. No en vano Jesús va acompañando en ella.
A veces Él parece ausente o distraído, dormido o inconsciente del peligro inminente. Pero siempre está ahí para salvarnos.
Basta pedirle ayuda, con Él a nuestro lado nada malo puede ocurrirnos. Pues tiene fuerza suficiente para apaciguar los huracanes de ataques interiores o ajenos, cualesquiera que sean. Estamos siempre a salvo de todo peligro.
También este pasaje nos habla a cada uno de nuestra propia existencia. Cristo está a tu lado y al mío, aunque no lo notemos para vencer toda amenaza: ya sean pasiones interiores desatadas, tentaciones a la razón que nos combaten o bien enemigos y adversarios que nos persiguen y dificultan nuestro caminar por la vida.
Es más, estas tempestades frecuentes nos son necesarias. En primer lugar, para tomar contacto con nuestra debilidad natural que tantas veces ignoramos, y sentir la necesidad de apoyarnos en Cristo. Además, y sobre todo para experimentar que su presencia nos defiende y afianza nuestra fe, al ver superadas las situaciones límite.
Esa es la experiencia que vivieron los apóstoles: se vieron perdidos en la mar si el Señor no intervenía en su favor; y con gran estupor, descubrieron que bastaba una palabra suya para disipar todo el peligro. Así Jesús, al reprocharles su falta de fe, les invitaba al mismo tiempo, a confiar más plenamente en Él.