Es bueno dar gracias al Señor
y tocar para tu nombre, oh Altísimo,
proclamar por la mañana tu misericordia
y de noche tu fidelidad,
con arpas de diez cuerdas y laúdes,
sobre arpegios de cítaras.
Tus acciones, Señor, son mi alegría,
y mi júbilo, los obras de tus manos.
¡Qué magníficas son tus obras, Señor,
qué profundos tus designios!
El ignorante no los entiende
ni el necio se da cuenta.
Aunque germinen como hierba los malvados
y florezcan los malhechores,
serán destruidos para siempre.
Tú, en cambio, Señor
eres excelso por los siglos.
Porque tus enemigos, Señor, perecerán,
los malhechores serán dispersados;
pero a mí me das la fuerza de un búfalo
y me unges con aceite nuevo.
Mis ojos despreciarán a mis enemigos,
mis oídos escucharán su derrota.
El justo crecerá como una palmera,
se alzará como un cedro del Líbano:
plantado en la casa del Señor,
crecerá en los atrios de nuestro Dios;
En la vejez seguirá dando fruto
y estará lozano y frondoso,
para proclamar que el Señor es justo,
que en mi Roca no existe la maldad.
¿Qué se vislumbra en el salmo? ¡El triunfo del Señor resucitado sobre la muerte en que estaba sumida toda la humanidad! ¿De qué habla? Habla del pasado: la ignorancia y el mal; habla del presente: la potencia y el aceite nuevo; habla del futuro: la lozanía de espíritu y la alabanza sin fin en asamblea.
A mi marido y a mí nos alegra poder comentar este salmo que nos salió al abrir la Biblia al azar. Es un salmo providencial que viene hoy en nuestra ayuda al permitirnos rememorar las acciones maravillosas del Señor en nuestra vida. Vemos en este salmo un cántico de agradecimiento a Dios que interviene en la historia del hombre. ¿Cómo no salmodiar cuando se nos ha dado a conocer que Él es el único con poder de pasarnos de la infelicidad de sentirse huérfano y solo a la felicidad de descubrir a Dios como Padre, que nos libera de aquella esclavitud de vivir todo para uno mismo, que nos sostiene en medio de los acontecimientos de cada día y que nos ama hasta el extremo de dar la vida en su hijo Jesucristo?
“Es bueno dar gracias al Señor y tocar para tu nombre, oh Altísimo”
Ésta es también mi experiencia y mi cántico. Yo estoy casada hace treinta años y soy madre de siete hijos (dos más no llegaron a término). El hecho de que yo haya podido fundar una familia ha sucedido ciertamente a raíz de una palabra potente que recibí de parte de Dios: el anuncio que escuché en la parroquia de que Dios me amaba tal como yo era.
Esto me empezó a regenerar como persona, pues justo con anterioridad había sufrido yo tal desengaño amoroso, que estaba sumida en la desconfianza más absoluta.
“Tus acciones, Señor,
son mi alegría, y mi júbilo,
los obras de tus manos”
Él ha intervenido mediante una palabra de salvación que me ha hecho salir de mi círculo de amistades paganas y no me ha dejado en mi charco de ignorancia e insensatez; me ha abierto un océano de eternidad, me llama a ser suya en medio del día a día… ¡Algo se movió dentro de mí! Estoy enamorada, no lo puedo evitar, y mi corazón rebosa de alegría por el Señor que de tal forma se me dio a conocer y se donó a mí.
“El ignorante no los entiende ni el necio se da cuenta”
Después de tan dolorosa ruptura, entré en tal desconfianza que sólo buscaba hacer el mal que yo había recibido. Mi corazón, que no conocía al Dios del perdón y de la misericordia, entró en una espiral de rencor y, al mismo tiempo, miedo al futuro, pues pensaba que siempre sería abandonada y dejada en la más espantosa soledad. Pero he aquí que el Señor tuvo misericordia de mí invitándome a salir de mí misma y a vivir en medio de un pueblo en fiesta, indicándome un itinerario de fe hacia la tierra prometida, como el pueblo de Israel salió de la esclavitud de Egipto. Me vi amada por mi nuevo amado: el mismo Señor, que no se resiste al mal. Hoy puedo decir que mis antiguas cicatrices han sido curadas por Él, el único que tiene poder para hacerlo todo nuevo, y no queda ya en mí rastro alguno de aquel sentimiento tan rencoroso. Y me sale de lo profundo salmodiar: “Alabaré al Señor mientras viva. Tañeré para el Señor mientras exista” (Sal 145,2).
“¡Qué magníficas son tus obras, Señor,
qué profundos tus designios!”
Hoy puedo decir que nada sucede por casualidad, ni siquiera la enfermedad incurable de uno de nuestros hijos, que fue desahuciado médicamente con una miocardiopatía hipertrófica obstructiva. El Señor me susurraba al oído: “Esta enfermedad no es de muerte, sino de Vida”. Y al día de hoy, todavía no saben los médicos por qué involucionó hasta desaparecer, y sin que mediara medicación alguna. Ciertamente, puedo afirmar que esos años de sufrimiento fueron para mi marido y para mí una prueba del amor de Dios y de la manifestación de su gloria. ¡Vivíamos colgados de Él, apoyados en Él! ¡Bendita precariedad vital que evitó nuestro enfriamiento espiritual acosados por el Maligno!
Y puedo añadir que “Me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad” (Sal 15,5), es decir, mi marido, mis hijos, mi casa y sus labores, mi familia y mis hermanos en la fe.
Entre ambos estados —infelicidad/felicidad, soledad/amor— tan solo existe el paso del Señor, el acontecimiento extraordinario que es la victoria de Jesucristo sobre la muerte y sobre todo lo que nos destruye e impide amar. Y es que, como canta la secuencia de Pascua, “muerte y vida se han enfrentado en un prodigioso duelo” en nuestro favor.
Por ello el hombre viejo debe morir en las aguas de la misericordia y de la regeneración, y lo hace por el bautismo del Señor, que es su cruz, el árbol de nuestra salvación. Y así surge el hombre nuevo a una vida de donación de sí mismo y de inmortalidad. Pues ésta es la verdad: ¡Que no me muero!
“… proclamar por la mañana tu misericordia y de noche tu fidelidad, con arpas de diez cuerdas y laúdes,
sobre arpegios de cítaras”
Veo aquí, por un lado, un amanecer en nuestra vida, como “la mañana” de misericordia y de perdón que gratuitamente nos concede el Señor; por otro lado, veo el regalo de su fidelidad en el mantenimiento de la alianza de hacerse uno con nosotros: una fidelidad que perdura hasta la “noche” de cada día, hasta el atardecer de la propia vida.
Juan Pablo II dice a propósito de esta parte del salmo: “El amor y la fidelidad del Señor deben ser celebrados a través del canto litúrgico con “arte”. Y repitiendo a Dostoievski: “La belleza salvará al mundo”, asimilando esta belleza al mismo Jesucristo encarnado en el hombre, en la Iglesia, por cuya vocación aparece la comunidad cristiana en medio del mundo y muestra la belleza del Amor en su máxima expresión: el amor al otro, incluso cuando es enemigo.
“Aunque germinen como hierba los malvados y florezcan los malhechores, serán destruidos para siempre. Tú, en cambio, Señor, eres excelso por los siglos”
Este salmo habla de los impíos por una parte y de los justos por otra. Se trata de dos personas antagónicas, contrarias. Pero yo también veo que en cada persona se dan las dos. Y lo extraordinario es que, mediante la conversión de cada día, dejamos de ser la primera y pasamos a ser la segunda, y esto en la más absoluta fragilidad, pues “llevamos este tesoro en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros” (2Co 4,7)
Gran misterio es el del mal en el mundo y el hecho de que Dios permita que también nos circunde. Surgen ataques por doquier y parecen éstos florecer y germinar como la hierba: ataques hacia la familia, hacia la Iglesia, hacia la propia vida, ataques en definitiva hacia el mismo ser humano, como ha subrayado recientemente el Papa Benedicto XVI. Sin embargo, ante todo ello tenemos por cierto que finalmente serán sometidas todas las fuerzas del mal. “El último enemigo en ser reducido a la nada será la muerte” (1Co 15,26). Sabemos que todas las naciones son llamadas a su alabanza, ahora y por siempre. Y esto va más allá de las estructuras políticas de cada época. El Mesías ha venido, está resucitado a la derecha del Padre y reina, aunque, eso sí, sin quitarnos la libertad.
“… pero a mí me das la fuerza
de un búfalo y me unges
con aceite nuevo. Mis ojos
despreciarán a mis enemigos,
mis oídos escucharán su derrota”
Como dice San Pablo “ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20). Él es el fuerte y el valiente, el mismo que con su gracia nos permite “oír” cómo nuestro hombre viejo cae derrotado con estrépito en las aguas de la piscina bautismal. Y es ahí cuando aparecen cosas nuevas: “todo lo hago nuevo” (Ap 21,5a); es entonces cuando surge la virtud sin esfuerzo, la “fuerza del búfalo” que viene de lo alto, el “no os resistáis al mal” (Mt 5,39) del sermón del monte, la libertad de los hijos de Dios que apoyados en su Padre se dicen: ¿qué podrá hacerme el hombre? (Sal 117,6).
Y en pequeñas dosis compruebo que puedo perdonar a mi marido, que tantas veces no es como yo quisiera, que puedo amarle aún cuando tantas veces parezca tener todos los defectos del mundo. Igual podría decir de mi padre de 87 años, que vive con nosotros, de mis hijos… y ellos pueden amarme a mí.
Es como si el Cielo se anticipara aquí en la Tierra, sostenido, eso sí, por el hilo directo con Dios que es la oración. Si prescindo de este sustento que me hace presente cada mañana que “todo es don, todo es gracia”, caigo de nuevo en el charco de donde salí: la alienación y la autonomía moral, que es como dejar de reconocer la potencia de Dios en mi historia de salvación, es abrir una puerta al Maligno que me quiere adular con la mentira primordial diciéndome: “Tú te bastas a ti misma, tú eres dios”.
Pero el Señor me libró del engaño y por eso hoy en mi familia podemos escuchar su voz que nos susurra al oído como a San Pablo: “mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza” (2Co 12,9).
“El justo crecerá como una palmera, se alzará como un cedro del Líbano: plantado en la casa del Señor, crecerá en los atrios de nuestro Dios”
Los atrios de Dios son la Iglesia instituida por el Señor como su propio Cuerpo Santo. Cuerpo que, en sentido figurado, se alza erguido como “un cedro del Líbano” en medio del mundo, como esbelto y bello signo de amor y de unidad, sacramento y fuente de salvación para todas las gentes.
Así el justo, el que aprendió sufriendo a discernir la voluntad de su creador para con él, encuentra una hendidura en la roca donde poder plantarse y crecer en el conocimiento de Dios. Por la fe recibida de la Iglesia, tiene el justo acceso a la vida eterna de cuyas primicias es testigo en medio del mundo; como una palmera, cuyas palmas son signo de la cruz y del triunfo del Señor resucitado:
Phoinis es el nombre griego de la palmera, pero también del ave que llamamos “fénix”. Es sabido que el ave fénix era el símbolo de inmortalidad, pues se imaginaba que renacía de sus cenizas. El cristiano hace una experiencia parecida gracias a su participación en la muerte de Cristo, manantial de nueva vida (cfr. Rm 6,3-4).“Dios…estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivifico juntamente con Cristo” dice la carta a los efesios, “y con él nos resucitó” (2,5-6). (De “Laudes con el Papa” de Juan Pablo II).
“En la vejez seguirá dando fruto y estará lozano
y frondoso, para proclamar que el Señor es justo,
que en mi Roca no existe la maldad”
El anonadamiento que supuso el descendimiento del Señor a nuestros abismos para realizar la obra de restauración de nuestra naturaleza caída nos capacita para que se cumpla también en nosotros esta kenosis (descendimiento) participando en la inocencia y la serenidad del niño de pecho recién amamantado: “mantengo mi alma en paz y silencio como niño destetado en el regazo de su madre” (Sal 131,2). Y, descendiendo más allá en el seguimiento de Jesús, que nos dice “ven y sígueme”, aparece anunciado el nacer de nuevo en las aguas que manan de la roca, “y la roca era Cristo” (1Co 10,4).
Este descubrimiento de la derrota del mal no debo guardármelo para mí sola. Entonces surge espontáneo el “anunciaré tu nombre a mis hermanos” (Sal 22,23), todo ello a la luz de la verdad revelada en el anuncio solemne de la Buena Noticia que hemos recibido.
Termino cantando con la asamblea de la Iglesia en común-unión con la del Cielo, pues me he sentido llevada como sobre alas de águila y en el seno de la Virgen María la Mater Abscondita, “madre oculta”, pero siempre solícita, la humilde de Nazareth, aquella que dio paso a nuestra luz.
Y me sale, junto con los 24 ancianos del libro del Apocalipsis, decir con fuerte voz: “La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono y del Cordero” (Ap 7,10), ya que Él se ha dignado revelarme el secreto de la vida, reservado sólo a los pequeños. ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? (Sal 116,12).