La unidad, la indisolubilidad y la apertura a la vida son las tres características que configuran al matrimonio en su realidad natural originaria y en su realidad sacramental, y hacen posible que toda la Gracia sacramental que reciben los esposos dé sus frutos humanos y sobrenaturales. Más allá de pensar que son obligaciones impuestas por Dios y que coartan la libertad de los cónyuges, es preciso verlas como cauces y ayudas para que el matrimonio desarrolle toda su misión en la creación, en la redención y en la santificación del mundo.
una con uno y para siempre
La donación matrimonial supone una apertura tal, y una donación de sí mismo tan completa, que el ser humano puede vivirla en plenitud, y en cada momento de su vida, solamente con una persona. El vivir “uno con una”, “una con uno”, lleva consigo la fidelidad conyugal, aunque si en algún caso, por debilidad o por fragilidad, uno de los cónyuges peca contra la fidelidad debida delante de Dios al otro, no por eso, la unidad del matrimonio se ve anulada.
Es más, la unidad prometida y comprometida es la que hace posible restañar –pidiendo perdón y perdonando- las heridas que, lógicamente, origina la infidelidad en las relaciones conyugales; y volver a comenzar de nuevo con nuevo amor. La Unidad en definitiva, hace posible que la disposición matrimonial, las promesas matrimoniales se renueven delante de Dios y del otro, de la otra, todos los días.
Es tarea de los cónyuges procurar que esa unidad esté viva cada día, y a lo largo de toda la vida. Cuando al cabo de un buen número de años de convivencia matrimonial, cada uno de los cónyuges reconoce con agradecimiento que su vida está llena de sentido en unión, y con la presencia del otro, es una buena señal de que la unidad no solo está viva, sino que es la fuente en la que el amor de los esposos se renueva cada día.
En ese matrimonio ha desaparecido el egoísmo, ninguno se impone al otro, y la unidad de amor de los esposos dirige la vida familiar. Ninguno “manda”; “manda” el amor entre ellos. Cada uno se enriquece de las virtudes y de los bienes, humanos y espirituales, del otro. En ese matrimonio se ha vivido la promesa matrimonial que los cónyuges se han jurado al pie del altar: “prometes serle fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y así, amarlo/a y respetarlo/a todos los días de tu vida”.
lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre
Para vivir esa fidelidad, y para renovar el amor que mantiene viva y eficaz la unidad, es de gran ayuda tomar conciencia de la indisolubilidad del vínculo. “Esta insistencia inequívoca en la indisolubilidad del vínculo matrimonial pudo causar perplejidad y aparecer como una exigencia irrealizable. Sin embargo, Jesús no impuso a los esposos una carga imposible de llevar y demasiado pesada (cfr. Mt 11, 20-30), más pesada que la Ley de Moisés. Viniendo para restablecer el orden inicial de la creación perturbado por el pecado, da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismo, tomando sobre sí sus cruces (cf Mt 8, 34), los esposos podrán “comprender” (cf Mt 19, 11) el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta gracia del Matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda la vida cristiana” (Catecismo, n. 1615).
La “carga” que a veces comporta la convivencia diaria, el peso de enfermedades y contradicciones que se presentan en la vida familiar, el crecimiento y la educación de los hijos, etc., se sobrelleva con mayor y más profundo sentido ante la perspectiva de ser una tarea para toda la vida, una tarea que es la misma vida, en la que el amor del marido a la esposa, de la esposa al marido, en los hijos y en ellos mismos, se realiza delante de Dios y en el fondo de sus corazones.
En la encíclica “Familiaris consortio”, Juan Pablo II incluye unas palabras en las que se recupera el significado natural y sobrenatural del sacramento del Matrimonio, significado que tienen como único fundamento el amor en que el hombre ha sido creado, en el amor con que el hombre ha de llenar toda la creación, al cooperar con Dios –“creced y multiplicaos”- natural y sobrenaturalmente. La cita es algo larga, pero considero que vale la pena recogerla íntegra:
“Enraizada en la donación personal y total de los cónyuges y exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última en el designio que Dios ha manifestado en su Revelación: El quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia.
Cristo renueva el designio primitivo que el Creador ha inscrito en el corazón del hombre y de la mujer, y en la celebración del sacramento del matrimonio ofrece un “corazón nuevo”: de este modo los cónyuges no solo pueden superar la “dureza de corazón”, sino que también y principalmente pueden compartir el amor pleno y definitivo de Cristo, nueva y eterna Alianza hecha carne. Así como el Señor Jesús es el “testigo fiel”, es el “sí” de las promesas de Dios y consiguientemente la realización suprema de la fidelidad incondicional con la que Dios ama a su pueblo, así también los cónyuges cristianos están llamados a participar realmente en la indisolubilidad irrevocable, que une a Cristo con la Iglesia su esposa, amada por Él hasta el fin.
El don del sacramento es al mismo tiempo vocación y mandamiento para los esposos cristianos, para que permanezcan siempre fieles entre sí, por encima de toda prueba y dificultad, en generosa obediencia a la santa voluntad del Señor: “lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre” ( n. 20).
Subrayo estas palabras en torno a la indisolubilidad porque expresan claramente el vínculo con el que Dios interviene en cada matrimonio; y el amor que transmite a los esposos para que puedan llevar a cabo la misión que Él les ha encomendado.
engendrar hijos para Dios
De la unidad, protegida, garantizada y enriquecida en la indisolubilidad, surge esta tercera característica del matrimonio. Ya hemos recordado que el matrimonio en la Iglesia está “ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y al bien de la prole”. El amor que origina y da sentido al compromiso matrimonial, al bien de los cónyuges, se ordena a la procreación.
El amor conyugal puede engendrar hijos, y puede también no engendrarlos por causas independientes de la voluntad de los esposos. Aun cuando los hijos no lleguen, el matrimonio no solo continúa en pie, sino que sigue cumpliendo su finalidad de mantener el amor en el mundo, sigue siendo “comunión de amor” entre los esposos, que hace posible que el amor continúe vivo en el mundo.
Dios ha previsto el nacimiento de la nueva vida humana, de los hijos, en un entorno de amor y de cariño que solo es posible alcanzar en un matrimonio indisoluble. En primer lugar, podríamos decir, porque el hijo abre la perspectiva vital de los padres, y a la vez, enraíza su amor en la fecundidad. Y en un segundo momento, porque los hijos son el cauce normal para que cualquier egoísmo que pudiera quedar escondido en algún recoveco del corazón de los esposos, desaparezca y se convierta en deseo de servicio.
De otro lado, la nueva vida humana necesita ser “acogida” en la tierra. No es preciso acumular estadísticas de ningún tipo para afirmar que, la falta de afecto y de atención que el niño puede sufrir en los comienzos de su caminar en el mundo, repercuten sobre su persona de manera, en ocasiones, irreversible y no precisamente para su bien.
El verdadero sentido de esa apertura a la vida, queda bien reflejado en los matrimonios que contemplan el nacimiento de los hijos como una “creación amorosa”; y que reciben a sus hijos conscientes de que sus hijos están llamados para, un día, “ver a Dios”, como verdaderos “hijos de Dios”.