En aquel tiempo, la gente se apiñaba alrededor de Jesús, y él se puso a decirles:
«Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Pues como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación.
La reina del Sur se levantará en el juicio contra los hombres de esta generación y hará que los condenen, porque ella vino desde los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay uno que es más que Salomón.
Los hombres de Nínive se alzarán en el juicio contra esta generación y harán que la condenen; porque ellos se convirtieron con la proclamación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás». (Lucas 11, 29-32)
El hombre de fe, en medio de sus debilidades y crisis, necesita y pide algunas veces a Dios una presencia fuerte, para poder superar esas dudas que a veces asaltan el corazón. Al fin y al cabo, la fe es creer sin ver y la naturaleza humana suele reclamar certezas.
Es sabido, por otro lado, que ningún milagro sacia, por sí mismo, ese reclamo. Los Apóstoles fueron testigos de muchos, vieron, tocaron y oyeron a Jesucristo y, sin embargo, le abandonaron en el momento de la cruz y no entendieron en su momento el misterio de la Pasión y Resurrección.
En el Evangelio de hoy, Jesús se dirige directamente a los escribas y fariseos de la época, pero también, como siempre ocurre con la Palabra de Dios, habla a todo el género humano, a todo aquel que, desde un corazón torcido pide pruebas al Señor, como aquellos que, al pie de la cruz, decían: “Si eres de verdad el hijo de Dios, sálvate a ti mismo”. Esta Palabra se lanza a una generación malvada y pervertida que, en su soberbia, cierra su corazón a la obra de Dios y a los que en su vida de fe no van más allá de un cumplimiento formal de una serie de preceptos.
La fe es un combate diario y esta Palabra del Señor viene en ayuda de quién está dispuesto a librar esta lucha, tal y como lo hizo Jonás que, después de resistirse en principio a la llamada de Dios, a su misión, acabó cumpliendo la voluntad divina, a favor de la conversión de un pueblo rebelde. Los tres días pasados en el vientre de la ballena, representan un anticipo de la victoria del mismo Hijo de Dios sobre la muerte, abriendo las puertas de la vida eterna.
La Resurrección de Jesucristo es la señal que tiene el poder de sustentar la vida de fe de todo cristiano. Ninguna demostración añadida es necesaria. La vida cotidiana de cada discípulo de hoy contiene las huellas de Jesús. En la Eucaristía, en el testimonio del hermano y en la Palabra, está el Señor. En la historia personal de cada uno está su Voz.
El camino de la fe se transita sin depender de milagros físicos ni de certezas humanas. La fe se vive en lo más ordinario y necesita de un corazón abierto, limpio y sencillo. No se sustenta en hechos espectaculares. La manifestación sobrenatural en la fe se plasma más bien en el interior del hombre, en su alma. Pero necesita del sí del hombre.
Hoy el ser humano se ha replegado en sí mismo, su “yo” domina la voluntad y demanda continua y desmesuradamente un derroche de bienes materiales, con los que llenar el vacío y la ausencia de Dios.
Si el hombre basa sus esperanzas solamente en lo que puede ver y tocar, el horizonte de vida queda mortalmente limitado. La grandeza de Dios alcanza su esplendor justo allí, detrás de ese horizonte. Pero lo carnal y terrenal actúan como una fuerza centrípeta que impide que el hombre salga a ese espacio de encuentro con Dios. En medio de esto el hombre se incapacita para ver ninguna señal divina, no puede escuchar los mensajes de Dios. La vida, explicada por uno mismo, pierde toda trascendencia y se convierte en una lucha encarnizada por la propia supervivencia, en la que el otro es un enemigo a batir.
La salvación pasa por una vuelta del hombre hacia su propio interior, para desde allí, estar atento y vigilante a la acción de Dios.
El Señor se muestra de una manera especial cuando somos derrotados en nuestra lucha con la vida, cuando estamos ciegos y sólo oímos el ruido del mundo. En ese cruce de caminos el Señor se muestra y tiende la mano. La frustración y el vacío que el hombre alejado de Dios experimenta, es el lugar propicio para volver la mirada al Señor y experimentar su poder y su amor.
Pero es voluntad de Dios que cada uno de los que le buscan, sean también instrumentos de encuentro con las personas que le rodean. Si nuestro compañero de trabajo ve que nos enfrentamos a los problemas de una manera diferente, sin violencia interna ni externa, con la esperanza, que da la fe, y la mirada puesta en Dios, tal vez, entonces, pueda retornar su pensamiento al Señor y liberarse de las cadenas que le esclavizan. Que nos vean subir a la cruz sin que ésta nos destruya y que podamos ofrecer amor donde existe odio, son señales que llevan a conversión o, por lo menos, a pensar en la existencia de Dios. Las personas pueden reconciliarse con Dios a través de la persona que está dando gratis su vida por los demás. Se puede, también, llegar así a la verdad de que sólo el que tiene vida eterna la puede entregar sin límites, porque dispone de una fuente inagotable que mana del mismo Dios, que se puede extender a todo aquel que, desde la fe, quiera beber de ella.
Dios se ha mostrado majestuosamente, de forma excelsa, a través de Jesucristo, de su Pasión y Resurrección y se sigue manifestando en todo aquel que coge su cruz y le sigue. Dichoso todo aquel que es capaz de ver y vivir esta verdad.