«El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados”. Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que habla dicho el Señor por el Profeta: “Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa ‘Dios-con-nosotros’”. Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer». (Mt 1,18-24)
¡Pasado mañana celebramos la Natividad!
Es impresionante el “ambiente” que describe Mateo sobre la génesis de Jesús, «Hijo de David, hijo de Abrahán» (1,1). José se sabía privilegiado en su ascendencia, y era “alguien” en aquel Israel, pero su gran servicio a la Verdad, fue responder a la voz escuchada en la novedad de un sueño con la propia vida, con todo lo que tenía. Aquella noche, cambió su forma de vivir, de ver las cosas, de querer y juzgar a las personas. Se acostó en la tristeza de la Ley, que le obligaba a repudiar y amaneció en la alegría de la gracia, que le permitía amar. Me imagino el encuentro de aquella mañana bendita, y lo difícil de sus sentimientos al abrazar a María, con el fruto de su vientre, poniéndose del todo a disposición de ella y del Niño.
El primer paso fue perder el temor, como le dijo el ángel, y el propio criterio de justicia fraguado durante toda una vida cumpliendo la Ley. El segundo, acoger a María y al Niño, que aún no tenía nombre entre los hombres. José fue el primer hombre en pronunciar el nombre de Jesús en el corazón y experimentar la fuerza y dulzura de ese nombre. Por eso, quizás, pudo cambiar tan pronto y tan completamente de criterio. El nombre de Jesús es el talismán del cambio interior hacia la luz.
María, José y el Niño, un ángel, la Palabra, y Dios con nosotros, así fue la génesis de nuestra fe para Mateo.
Malos momentos pasó el gran Patriarca. Resoluciones duras, sin sentido en aquel Israel de la justicia de Ley. Tuvo que aprender, a costa de doblegar su propio criterio, la novedad que traía aquel Niño al que debía recibir y poner nombre. ¡Bendito el Nombre que le puso! Tiene la esencia de toda la historia de Salvación del hombre. «Su Nombre santo y su misericordia llegan a su fieles de generación en generación» (Lc 1,49) cantará María, y ese nombre, Jesús, se le reveló a José, que se lo puso al Niño.
Navidad será contemplación del Misterio de Dios en ese Niño, haciendo familia humana, pero en este último domingo del Adviento, se nos muestra un «ambiente» especial. El Padre Eterno aportará pronto a la historia del hombre, su propio Hijo. María, la humilde esclava y reina, aportará la alegría de su alma, en la fecundidad de ese mismo Hijo. Y José aportará simplemente el trabajo de un hombre, el acompañamiento en silencio, la solución de los problemas diarios, la confianza en medio de las dudas… Y la soledad que lucha, con las solas armas de la fe en el anuncio íntimo de un sueño, contrariando los propios criterios, incluso los que parecen más sagrados, las propias decisiones, aunque aparentaban ser las más justas.
Las vigilias estériles, cedieron ante los sueños santos. El evangelio de hoy nos lo muestra así. Y no solo nos muestra esa actitud abierta y comprometida del Santo Patriarca, sino del propio Mateo que lo anuncia, y de aquella primera Iglesia que aceptaba su Evangelio. Así era la fe para ellos. Una decisión difícil que se pone al servicio de la Palabra. Si queremos hacer Navidad, tendremos que aprender de José, cobijarnos en él.
Lucas nos contagiará dentro de dos días, con alegría de ángeles, de pastores, de los piadosos de Israel, y de todos los pueblos que vieron al Niño en la estrella, o escucharon el mensaje de los Magos. Pero Mateo, solemne, parece recrearse en la duda y soledad de José.
La decisión de José no fue una decisión de amor humano erótico. Supo que estaba comenzando una nueva era, la del amor de Ágape, que ama con un respeto enorme, aunque le vaya la vida en ello. Y es que amar así no es algo prudente y aprendido. No es algo bien visto de nuestra vieja cultura y tradición. Amar con el amor de Dios puede romper los propios planes. De hecho es algo tan nuevo siempre, que rompió y recompuso los planes primeros de Dios. Esa fue la venganza vergonzosa de Adán, romper los planes de Dios y conocer la capacidad de su entrega. Y en Verdad que consiguió la mayor respuesta que jamás hubiese siquiera sospechado. Consiguió tener al Hijo de Dios, como un hijo suyo, Hijo del hombre.
Una palabra es suficiente para empezar una vida. Dios dijo al principio ‘Hágase», y se hizo todo. María dijo «Hágase en mí», y el Verbo se hizo carne… Pero José no dijo nada. Se levantó simplemente del sueño y recibió en su casa a María, con el Hijo de Dios, con el Niño Jesús en su seno. Sin más explicaciones. Se despertó e hizo lo que el ángel le pedía. Y es que a veces, también el silencio puede dar comienzo a toda una vida de respuesta, y llenar una respuesta de vida.
Manuel Requena