«En aquel tiempo, dijo Jesús a uno de los principales fariseos que lo había invitado: “Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos”». (Lc 14, 12-14)
Jesucristo tiene que desmontar nuestros criterios humanos, tan arraigados como equivocados, si lo que pretendemos es ser felices. Es así porque siguiendo nuestro parecer, que coincide con los puntos de vista del mundo, anteponemos el egoísmo al amor al prójimo pensando que atendiendo a lo que consideramos nuestros propios intereses conseguiremos esa huidiza felicidad a la que todos tendemos. Y nos equivocamos, porque, precisamente, hemos sido creados para realizarnos amando, de manera que al obrar en primer lugar buscando la satisfacción del interés de los demás, paradójicamente, nos realizamos y somos felices.
El ejemplo que nos propone este Evangelio es sumamente elocuente y aplicable a todas las épocas y todos los lugares. En efecto, una invitación a comer o cenar supone un conjunto de molestias que todo el mundo comprende que necesitan de una compensación. Se originan gastos importantes, preparaciones muchas veces engorrosas y cierto riesgo de que, a pesar de todas las previsiones, las cosas salgan mal. Por eso, este tipo de invitaciones se tiene en gran aprecio y se tiende a convocarlas entre personas a las que las unen lazos de carne, de amistad, o de agradecimiento. También deseamos que acudan a nuestra mesa aquellos personajes importantes que, de alguna manera, nos hacen sentirnos socialmente considerados, por encima de los demás, pertenecientes a una élite de poderosos a la que sólo acceden unos pocos.
Jesucristo, con su propuesta, desmonta esa manera de pensar y actuar. Menosprecia el pago que se puede recibir al ser correspondido por quienes pueden hacerlo y pone el énfasis en la excelencia de la recompensa que espera a los que atienden con toda solicitud a quienes el mundo considera despreciables.
El peligro que corremos es el de dar por sabidas las verdades del Evangelio, pero considerarlas algo demasiado lejano o utópico, de poco interés, que no dejamos calar en el fondo del corazón. Por eso, no sabemos apreciarlas como deberíamos y preferimos seguir viviendo aferrados a nuestros criterios, a eso que llamamos equivocadamente “poner los pies sobre la tierra” y dejarse de angelismos.
En resumen, hemos de tener siempre presente que eso de “buscar los bienes de arriba y no los de la tierra” que nos propone el Señor, pasa por la práctica de la misericordia con la mayor solicitud de la que seamos capaces. A eso se nos invita con las palabras de Jesús propuestas en este Evangelio.
Juanjo Guerrero