Se ha publicado en España un libro de la periodista italiana Costanza Miriano, “Cásate y sé sumisa”. En Italia ha sido un best-seller, aquí ha conseguido que la “progresía” levantara el grito al cielo y se rasgara las vestiduras. ¿Por qué esta diferencia de trato, si los que lo critican, en realidad no han leído el libro y no saben, por tanto, de qué hablan?
Me he tomado la “molestia” de leerlo y, aparte del estilo de la escritora desenfadado y hasta divertido, afirma verdades como el puño, plenamente fiel al pensamiento cristiano sobre el matrimonio. Claro que sus críticos, ni aun leyendo el libro, están capacitados para entender lo que en él se escribe, porque para esto hace falta apoyarse en la realidad de las cosas y no en la pura ideología. Recomiendo a todos su lectura.
Es natural que en una sociedad tan convulsa como la nuestra en la que se están perdiendo las referencias fundamentales de nuestra propia existencia, el matrimonio esté pasando por sus horas más amargas, ridiculizado, banalizado y adulterado. Pocos tienen conciencia de la grandeza que supone el matrimonio tal como Dios lo ha diseñado.
El hombre ha sido creado por la Palabra de Dios a su imagen y semejanza. La palabra indica intento de comunicación, de entrar en relación de comunión entre el que habla y el que escucha, entre Dios y el hombre. Esto significa que el ser humano se realiza plenamente en la comunión con Dios, ya que es en tanto en cuanto ha sido llamado a dicha comunión. Y la comunión es esencialmente el don de sí al otro. Dios se dona totalmente al hombre y espera ser correspondido de la misma manera. El hombre es en la medida en que, sabiéndose amado, responde con amor al Amor.
«solo amando se es persona»
Creado como varón y mujer ningún ser humano se halla completo, puesto que les falta, tanto a uno como a otro, el otro modo de ser humano. Pero esta carencia no es negatividad, sino llamada a no quedarse encerrado en sí mismo y a abrirse al otro: el varón a la mujer y viceversa. Encerrado dentro de sí, el ser humano queda condenado a la soledad y a la esterilidad; abriéndose al otro, se realiza como persona. Esto es así porque hemos sido creados por el Amor y todo cuanto existe es obra de este Amor y lleva su impronta. Solo amando se es persona.
El matrimonio pide el don de sí al otro, de modo semejante a como Dios se dona a su criatura. Dios, al crear, no busca acrecentar su gloria, ya que nada necesita, sino que se dona para que lo que no es Él, sea. Del mismo modo, casarse es darse, vivir para el otro. No ha de buscarse uno a sí mismo en el matrimonio, ni ha de pretender que el otro le dé la vida de la que carece. Puesto que nadie puede dar lo que no tiene, el cónyuge no pude dar la vida al otro si no tiene vida propia, y la vida es don de Dios, autor de la vida, de donde se deduce que únicamente quien ha recibido la vida de Dios, puede darla a su vez al otro. No se va al matrimonio a recibir la vida, sino a darla. Por lo que solamente quien ha conocido el amor de Dios, puede llegar al matrimonio con garantías.
Si el hombre se realiza en el don de sí mismo, hemos de entender que el matrimonio es la vocación ordinaria de todo ser humano. En el antiguo Israel no se concebía la vida de una persona sin el matrimonio como realización propia de la vocación al amor y como necesidad humana para alcanzar discernimiento, ya que el cónyuge es el que ayuda al cónyuge a poner los pies sobre la tierra.
En hebreo, matrimonio se dice kidushim, “santificación”, porque el objetivo principal del matrimonio es la mutua santificación de los cónyuges. Cada uno de ellos se esfuerza en ayudar al otro a lograr el objeto de todo ser humano: el conocimiento y la comunión con Dios. Percatémonos bien de la gracia del matrimonio —el gran sacramento, como lo denomina la Iglesia—, ya que permite ver a Dios en el amor de los esposos y en su común donación, haciendo presente lo santo. También podemos entender que el acto conyugal es lo más santo, puesto que hace presente a Dios en la entrega mutua de los esposos, don total del uno al otro.
«reflejo del amor divino»
El Antiguo Testamento no conoce el celibato. De hecho, solo dos personas aparecen como célibes en el mismo: una es Jeremías, que no se casa por imperativo divino como palabra para el pueblo que carece de futuro; la otra es Elías. Elías goza de una peculiaridad: ha visto a Dios en el Horeb. Hay otra persona que también ha visto a Dios en la montaña santa; se trata de Moisés que, aunque estaba casado, “no volvió a conocer a Séfora, su mujer” desde el momento en que contempló el rostro de Dios. Los tres han visto a Dios y no necesitan de la mediación del matrimonio. Este es, de hecho, un sacramento, un signo que remite a la realidad, y lo real es Dios.
Es el dato que revela la respuesta de Jesús a los saduceos sobre la verdad de la resurrección y del matrimonio. Una vez conocido a Dios, fin último y destino nuestro, no se requiere ya nada más. Él lo llena todo. En Él encontramos nuestro ser, conocemos al Amor que nos sostiene y nos permite abrazar y amar todo lo creado. Es lo que conocemos como “la comunión de los santos”.
No ocurre lo mismo en el Nuevo Testamento, porque en Cristo hemos “conocido” a Dios y solo Él basta. En Él alcanzamos el discernimiento necesario para la vida, y ya no se necesita la mediación del cónyuge al respecto. Es el conocimiento del amor de Dios el que permite al hombre vivir en plenitud su doble vocación al amor: una en la mediación del matrimonio por el que, en el don recíproco de los esposos, se hace presente la verdad del amor que es Dios; otra en la realidad escatológica del celibato, que nos remite al verdadero objetivo del ser humano: la contemplación de Dios: quien ve a Dios —como María y José—, ya no tiene necesidad de nada más. Pero tanto una como la otra tienen un mismo origen —el amor de Dios—, y un mismo término: la santificación.
Nuestra generación está lejos de entender el matrimonio de este modo, pero esta es la verdad a la que todos estamos llamados. ¿Es posible vivir esta verdad? Para el hombre no; pero, como indica Jesús a sus discípulos, es posible para Dios. Y Dios da su gracia para que lo imposible sea realidad.
Ramón Domínguez