«En aquel tiempo, habló Jesús diciendo: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos! Ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que quieren. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que viajáis por tierra y mar para ganar un prosélito y, cuando lo conseguís, lo hacéis digno del fuego el doble que vosotros! ¡Ay de vosotros, guías ciegos, que decís: ‘Jurar por el templo no obliga, jurar por el oro del templo sí obliga’ ¡Necios y ciegos! ¿Qué es más, el oro o el templo que consagra el oro? O también: ‘Jurar por el altar no obliga, jurar por la ofrenda que está en el altar sí obliga’. ¡Ciegos! ¿Qué es más, la ofrenda o el altar que consagra la ofrenda? Quien jura por el altar jura también por todo lo que está sobre él; quien jura por el templo jura también por el que habita en él; y quien jura por el cielo jura por el trono de Dios y también por el que está sentado en él”». (Mt 23,13-22)
Terribles imprecaciones las que lanza Jesús contra los escribas y fariseos. Pero no solo contra ellos o no solo por ellos, sino por lo que su actitud y su vida representa. Los fariseos, el fariseo en concreto, podemos ser nosotros mismos, cada uno de nosotros si nuestra actitud y nuestra vida es semejante a la de aquellos.
En definitiva, Jesús va a la esencia del Evangelio que no es otra que el amor y la misericordia. El amor a Dios y el amor al prójimo. Esos dos primeros mandamientos que en esencia es uno solo y “resume toda la ley y los profetas”. No hay más. Ese es el genuino y auténtico espíritu del Evangelio. Pero si nos aferramos a la letra de la ley sin preocuparnos por su espíritu, fácilmente nos convertimos en hipócritas. Tales contradicciones no solo son propias de los escribas y fariseos del tiempo de Jesús: con frecuencia están también en nosotros. Es necesario armonizar nuestra mirada con la mirada de Cristo, nuestro corazón con su corazón.
No podemos pensar que podemos salvarnos solo por medio de simples prácticas religiosas externas. Lo que nos salva, lo que nos hace hijos de Dios, es realmente nuestro amor a Dios y a nuestro prójimo. Esa actitud de hipocresía y soberbia, de desprecio a los demás que aparece en el evangelio de hoy y que se muestra también en otros momentos, es la que el Señor rechaza con tanta energía.
Decía Santo Tomás de Aquino que entre todos los pecados, el peor es el de la soberbia. Porque los otros alejan de Dios, pero este lo rechaza. La soberbia es la actitud del que considera a los demás como inferiores, y a sí mismo como perfecto. Piensa que no necesita ni siquiera de la ayuda de Dios. Entonces, ¿qué puede hacer Dios con alguien que no quiere recibir su amor, su perdón y su misericordia?
En definitiva, el evangelio de este día es una llamada a la humildad, a la conversión, al descubrimiento de lo único importante: que solo el amor y la misericordia de Dios salva. Y que la única puerta posible, como tantos santos han predicado y vivido, es la “santa humildad”.
Valentín de Prado