«En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: “¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí? Y esto les resultaba escandaloso. Jesús les decía: “No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa”. No pudo hacer allí ningún milagro, solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando». (Mc 6, 1-6)
Todavía resuenan en nuestros oídos la lectura de los evangelios de los últimos domingos, paralelo más amplio en Lucas que aprovecha para presentar el discurso programático de la misión de Jesús y en el que podemos escuchar de sus propios labios el más conciso y acertado comentario que a la Palabra de Dios se haya hecho jamás: “Hoy se cumple esta Escritura”.
Y por ahí quería yo empezar: “Hoy se cumple esta Escritura”. En la nota a pie de página de la “Biblia de Jerusalén” indica que lo primero que llama la atención de este texto es cómo los oyentes pasan de la admiración a la hostilidad en un “santiamén”; pero, a decir verdad, después de ver cómo tratan a Mourinho o a Casillas, tampoco es mucho de extrañar. El populacho es capaz de vitorear “hosannas” con palmas y ramos el domingo y pedir que lo crucifiquen el viernes. Somos así de volubles.
Personalmente creo que principalmente se cumple esta Palabra porque “no pudo hacer allí ningún milagro… y se extrañó de su falta de fe.” Precisamente en este “Año de la Fe” en el que el Santo Padre invita a toda la Iglesia a proclamar y renovar el gozo de creer.
Jesús había recorrido los pueblo de alrededor, había curado al paralítico, tocado al leproso, expulsado demonios, incluso curó a la suegra de Pedro —cosa que no sabemos si Pedro le llegó a perdonar. Ahora llega a su tierra, a los suyos. Si ante los que multiplicó los panes y los peces querían proclamarlo rey —y tiene que retirarse porque no se habían enterado de nada— ahora lo tiene fácil, unos cuantos “milagritos” espectaculares y ¡zas!; te nombramos “hijo predilecto”. Pero no, la Palabra vino a los suyos y los suyos no la recibieron. Sus expectativas eran otras. Tenían delante de sus narices al Mesías esperado durante siglos; pero sus ojos solo podían ver al “hijo del carpintero”. Y mientras tanto, Satanás susurrando al oído: Si eres el Hijo de Dios, no pases por ser el hijo del carpintero… convierte las piedras en panes… tírate de lo alto… así serás profeta en tu tierra.
Pero, ¿qué resultaba tan escandaloso?: ¿Proclamar la Buena Nueva a los pobres? ¿La libertad a los cautivos? ¿La vista a los ciegos?… Sí, ciegos de corazón. Los antes y los de hoy, que tenemos delante de las narices a Jesucristo y somos incapaces de reconocerlo porque no se ajusta a nuestros esquemas.
Señor: ¿Cuándo te vimos hambriento o sediento o forastero o desnudo o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos? (Mt. 25, 44). Porque mis ojos no van más allá de ver a un menesteroso que viene a importunarme, o un “sin papeles” que me quita el puesto de trabajo, o alguien que tiene que pagar en justicia el mal hecho a la sociedad, incluso puedo llegar a ver como un acto de piedad acelerar la muerte del enfermo terminal… Así no sufre.
“Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt. 5, 8)
Y Pilatos, que tenía delante “la Verdad”, pregunta qué es la verdad. Y aunque sus ojos no ven más que un “Ecce Homo”, lo proclama “rey”. Sí, al de Nazaret, al hijo del carpintero. Y cuando una lanza traspasa su costado conocemos la auténtica Verdad: La Sangre redentora no es azul.
Pablo Morata