Las Actas proconsulares son los documentos que narran el proceso y muerte de los mártires, es decir, de aquellos que han dado con su sangre prueba de su fe. Se trata de un tesoro testimonial muy apreciado debido al valor casi notarial de los hechos que describen. En la vida de San Julián, Santa Basilisa y otros compañeros mártires hay una parte, en cuanto al género literario, reconocible como Acta.
San Julián nació en la ciudad de Antioquía (Siria) en el seno de una familia cristiana, destacando desde niño por su sincero y comprometido amor a Jesucristo. Al morir sus padres, se marchó al desierto a orar y hacer penitencia. Pasado un tiempo, fundó un monasterio. Muchos hombres deseosos de conseguir la santidad se fueron a acompañar a Julián en su vida de religioso y lo nombraron superior.
En el año 304, en tiempos del emperador Diocleciano, comenzó en Antioquía una feroz persecución contra los cristianos. Centenares de cristianos eran quemados por proclamar su amor a Jesucristo. El gobernador Marciano ordenó apresar a Julián y a todos sus monjes. Cuando le llegó el turno a Julián, se produjo el siguiente diálogo entre él y su perseguidor:
—Asesor: Julián, nuestros sapientísimos príncipes desean haya un único y universal culto de los dioses para todos los hombres.
—Julián: La sabiduría que vosotros, y vuestros príncipes elogiáis es terrena. Nunca más tendrá fuerza para mover a los adoradores del verdadero Dios a rendir homenaje a los demonios.
—Asesor: ¿Vosotros no hacéis caso de las órdenes de los príncipes?
—Julián: Que obedezcan a los príncipes sus súbditos nosotros obedecemos a nuestro Rey que está en el cielo.
—Asesor: Entonces referiré al gobernador todo esto. Pero tengo entendido que aquí están acogidos también el obispo y todo el clero. ¿También son ellos discípulos vuestros?
—Julián: Discípulos no. Más bien son nuestros maestros y nuestros padres, ya que por ellos hemos nacido a la verdadera vida. Es conveniente que los padres y los hijos vayan juntos al reino de los cielos.
Llegó el gobernador, Marciano.
—Marciano: ¿Eres tú el Julián rebelde a los príncipes, despreciador de los santos númenes que atraes tras de ti con encantos una multitud de inocentes, y haces perder la cabeza a todos?
Julián no contestaba.
—Marciano: Según veo, oprimido por la infamia de tu delito no te atreves a responder.
—Julián: No, no me hace enmudecer ningún delito. Nunca he sido rebelde, antes bien siempre he obedecido a la ley divina, que es la única regla del recto vivir. ¿Cómo puede ser sagrada la ley de tus emperadores que impone un culto sacrílego?
—Marciano: Me da lástima tu situación. Tienes la mente tan abrumada de prejuicios por esa religión tuya, que no entiendes la fuerza de los mandatos de los príncipes. Quien se somete a ellos de buen grado atraerá la amistad de los emperadores. Quien se oponga, será duramente atormentado y matado.
—Julián: No estoy tan corrompido que desee posponer la amistad de Dios a la gloria de los emperadores. Adoro al único Dios verdadero; a vuestros dioses de bronce y madera los desprecio y aborrezco.
—Marciano (lleno de ira): No estoy aquí para contemplarte. Escucha lo que mandan los emperadores.
—Julián: Lo que mandan lo he oído. Lo que a mi me convenga hacer lo he decidido. He preparado mis ovejas para el cielo y yo que he sido el pastor ¿no las seguiré?
yo he odiado al Dios verdadero
Mientras Julián era arrastrado por la ciudad rodeado de una gran muchedumbre, llegaron al lugar en el que se encontraba el hijo del gobernador, Celso, quien estaba aprendiendo las letras bajo un maestro público. Empezaron a darle a Julián terribles latigazos con pinchos de hierro en los extremos, pero uno de los verdugos al retirarlo rápidamente fue herido de gravedad en un ojo por la punta de hierro del látigo. Julián oyó el grito de dolor y llamando al verdugo le colocó sus manos sobre el ojo destrozado y se obtuvo inmediatamente la curación.
Al niño, apenas fijó los ojos sobre Julián, le sorprendió la gran valentía y alegría con la que iba a la muerte este amigo de Cristo, con lo que exclamó:
—Celso: ¡Oh, qué maravilla veo! Veo aquel cristiano rodeado de una multitud de personas vestidas de blancas luces, que le ponen en la cabeza una corona de preciosísimas gemas. Si así son honrados los adoradores del Dios de los cristianos, es cosa digna de creer en Él y adorarlo. ¡Amigos! Siento en mí una jamás probada suavidad en confesar este Dios. Creo que también yo desearía sufrir así, si su Dios quisiera ser mi Dios.
Seguidamente se postró a los pies del mártir.
—Celso: ¡Oh afortunado cristiano! La gloria con la que te he visto rodeado, me ha hecho conocer al Dios verdadero. Por amor a Jesús mi Salvador, que hasta ahora había ignorado, deseo sufrir los tormentos en que estás tú.
Vuelto a esta turba atónita dijo a voz en grito:
—Celso: Escuchad mis palabras. Yo he odiado al Dios verdadero ignorando el verdadero Dios hasta ahora. He odiado el nombre cristiano. Ahora que Él ha iluminado la mente, le confieso y a su Hijo Jesucristo, Salvador del mundo. Maldigo y detesto a los dioses infames, con todos sus cultos sacrílegos. Ya no me alejaré del lado de Julián.
nosotros ya tocamos las puertas del Cielo
El gobernador Marciano, al ver que ni el santo mártir, ni su hijo Celso se conmovían, suplicó melosamente que se deshiciera el supuesto encantamiento y devolviera el niño a sus padres bajo promesa de alcanzar la libertad, y la gracia del emperador.
—Julián: Ni me interesa tu amistad, ni busco ser puesto en libertad. Más bien ruego a mi Señor Jesucristo que, junto con este cordero inocente, pueda consumar el martirio, para reunirme con aquellos cuyos cuerpos has hecho quemar. En cuanto al niño que nació de ti a la vida mortal, por su fe ha renacido a la gloria eterna, vea las lágrimas y la aflicción de quien lo engendró y que responda por sí mismo.
—Celso: Padre mío, quiero que sepas que por mi Señor Jesucristo os rechazo a vosotros mis padres terrenos por el culto sacrílego que observáis. No puedo ser piadoso hacia vosotros, sin ser cruel hacia mí, ni puedo preferir vuestro amor al amor de Dios. Afligidme, atormentadme como os parezca, por medio de vuestros tormentos: al perder la vida temporal, espero subir a la eterna e inmortal.
—Marciano: Hijo mío, ¿quieres atravesarme el corazón con tanto dolor, cubriendo de infamia eterna con tu muerte ignominiosa nuestro nombre? Mira tu madre en que angustia se encuentra por causa tuya. Mira sus lágrimas, escucha sus angustiosos suspiros.
—Celso: Lloráis vosotros, no nosotros, que ya tocamos las puertas del cielo. El fuego que nos habéis preparado no nos quemará ni un cabello de la cabeza. Vosotros mismos y todo este pueblo que nos rodea lo veréis. Después de haber visto la maravilla que os anuncio ahora, os pido la gracia que dejéis estar conmigo a mi madre por solo tres días.
La madre al escuchar estas palabras instaba al marido a que se lo permitiese.
—Marciano: Bien, si ocurre como dices, que el fuego no te hará daño, cumpliré tu deseo.
Quiso nuestro Dios omnipotente renovar sobre sus santos confesores la maravilla que hizo en el horno de Babilonia, por lo que nuestros mártires en medio del hedor del betún y la voracidad de las llamas se mostraban ilesos, resplandecientes como purísimo oro, mientras cantaban himnos de alabanza a su Libertador.
fieles hasta el final
Llegó el gobernador al lugar para ver la maravilla. Quedó lleno de confusión. Sacaron de sus calderones a los mártires, y ya que el suplicio no había hecho mella en sus convicciones. Al acabar los tres días, dijo al hijo.
—Marciano: Te he concedido lo que me pediste. ¿Qué conclusión has sacado del encuentro con tu madre?
—Celso: Doy gracias a mi Dios porque ha escuchado mis súplicas. Le he pedido que hiciera conocer la verdadera religión a mi madre y Él, compasivo, la ha convertido. Es cristiana, como lo soy yo.
Marciano llamó a los sacerdotes de Júpiter ordenándoles que adornaran su templo con magnificencia jamás vista, y delante de los simulacros de Júpiter, Juno y Minerva, prepararan incienso y todo lo demás para un sacrificio muy solemne. Marciano hizo arrastrar hasta allí a nuestros mártires y les dijo:
—Marciano: Arriba, Julián, Antonio. Ha llegado el momento en que vosotros y vuestros compañeros obtengáis liberación y salvación. Mirad la majestad de nuestros dioses: a ellos, por fin, debéis decidiros a ofrecer sacrificio.
—Julián (con firmeza): ¿Tú dices que ha llegado la hora de nuestra salvación? ¿Que deseas honrar a tus dioses? Muy bien, haz llegar aquí dentro a todos los sacerdotes de los ídolos.
Nuestro santo y sus compañeros, postrados por tierra, hicieron una ferviente oración al Dios verdadero pidiendo que glorificase su santo nombre, cubriera de vergüenza a los ídolos, y de confusión a sus engañados adoradores. Terminada su oración, los ídolos de aquel templo fueron reducidos al polvo, se derrumbó el templo, convirtiéndose en un montón de piedras, todos los sacerdotes paganos quedaron sepultados bajo sus ruinas.
La noche de aquel día memorable, mientras ellos cantaban las alabanzas de Dios omnipotente, se les aparecieron envueltos en gloria los santos monjes, sacerdotes, que habían conseguido la palma del martirio en las llamas. Santa Basilisa estaba con ellos, junto a sus discípulas, las bienaventuradas vírgenes, anunciando a Julián y a sus compañeros que en el día de la Epifanía del Señor subirían a la gloria eterna. Marciano hizo entrar a los verdugos mandándoles cortar la cabeza a todos sin distinción.
Sus santas reliquias fueron puestas en la iglesia bajo el altar por devotos cristianos y sus sacerdotes. La conversión fue considerada como un verdadero milagro espiritual obtenido por el martirio de Julián. Celestino I (422-432) mandó edificar una iglesia dedicada a los santos Celso y Julián.
* Francesco Tosco, Memorias históricas acerca de la vida de los santos Julián y Basilisa, vírgenes, esposos y mártires, Torino, 1789.