Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo que amaba, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio (San Juan 19, 25-27).
COMENTARIO
La actitud de María acompañando a su Hijo, consolándolo con su presencia, soportando en pie sin desfallecer hasta el final, es un ejemplo de entereza que nos dice lo que hemos de hacer ante el sufrimiento del prójimo, cuando el caso tenga algo que ver con nosotros. Si, en vez de esto nos derrumbamos y abandonamos el escenario porque “no lo puedo soportar”, “este dolor me supera”, “no puedo hacer nada por él” y tantas otras excusas dictadas por el egoísmo, no estoy en la voluntad de Dios para mí.
Jesús, en el acto de hacer a Juan hijo de su madre María, entrega a toda la humanidad a su madre, con lo que acerca a la salvación a todos los seres humanos. Esto demuestra que Dios quiere que todas las personas nos salvemos, es decir: la conversión de todos los pecadores, sin excluir a ninguno. Por eso, debemos amarnos y perdonarnos todos, unos a otros, pues, de lo contrario, estaríamos enmendando la plana a Dios al ningunear, despreciar e, incluso, odiar a alguien a quien Dios ama.