«En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: “Este es de quien dije: «El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo.» Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la Ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer». (Jn 1, 1-18)
Otro año que pasa, ¡y cómo ha pasado! Probablemente en los trabajos, en las casas, en las tiendas se recitará el consabido mensaje: ¡Feliz año! A ver si entramos con buen pie. Ya sabes que tienes que comer las uvas a la pata coja y vistiendo alguna prenda de color rojo; yo le pido al nuevo año “salud, dinero y amor”…… Pero todos sabemos, en lo mas profundo de nuestro corazón, que la vida es mucho mas seria que todo esto.
A la luz de este evangelio, valga la redundancia, podríamos decir muchas cosas. A mí, curiosamente, me ha recordado una cita del Génesis, concretamente Gn 4, 2-5, que nos habla de la historia de Caín y Abel. ¿Y qué tiene que ver con el nuevo año y con el Evangelio del día?
Trataré de explicarme: Lo primero que me llama la atención es que en ningún sitio de la Escritura pone que Caín fuese malo y Abel bueno. Simplemente que eran hermanos, como tú y como yo. En aquellos tiempos existían, básicamente, dos formas de vida: la nómada y la sedentaria. El nómada vivía en tiendas hechas de telas y pieles, o de elementos naturales como hojas de palma o ramajes. Eran hombres sencillos y hospitalarios, plenamente conscientes de que sus vidas y las de su ganado dependían enteramente de la naturaleza. El hombre sedentario normalmente se dedicaba a la agricultura, tenía casas y tierras. Edificaba ciudades donde protegerse y comerciar sus productos, y se esforzaba por dominar la naturaleza construyendo canales y pantanos. Se sentía seguro de sí mismo.
Uno y otro se dirigen a Dios, pero de formas muy distintas. El nómada siente que sus designios marcan su vida y trata de no salirse de sus caminos. El hombre sedentario construye grandes templos donde presenta sus ofrendas a Dios para que le sea propicio.
Esto hoy, llevado a nuestras vidas quiere decirnos que existen dos formas de vivir: la de Abel y la de Caín. La de aquel que acepta su condición de criatura y vive de cara a Dios dejándole la iniciativa, entrando en su voluntad. Es más, la busca y anhela hacerla. Y la del que aspira a convertirse en dueño y señor de su vida. Le gusta controlarlo todo, y cuando la historia se le escapa de las manos, se aparta de Dios. Busca la felicidad en los afectos, las cosas materiales, la diversión… pero todo esto le produce un bienestar efímero que por ello debe proteger. Así, se irrita con el más pequeño de los fracasos, siempre malhumorado y con tendencias agresivas. Todo el que le rodea se convierte en un potencial enemigo que amenaza su tranquilidad y sus planes.
Por todo esto, Caín es figura del hombre alejado de Dios. Tiene “el rostro abatido”, siempre mirando hacia abajo, de tal forma que no ve otra cosa que su ombligo. Él es lo más importante, el centro del mundo. Todo lo que le rodea debe de existir en función suya. Es incapaz de ver a Dios y por ello no soporta a su prójimo. Vive en la maldición, siempre protestando; buscando “su” justicia; murmurando constantemente. Si hace sol, malo, si llueve peor. Solo admitiría una u otra cosa si él fuese el artífice.
Concluye el libro del Génesis, tras el asesinato de Abel, con una condena hacia Caín: “¡serás vagabundo y errante!”. Caín , figura del hombre instalado, acaba por convertirse en errante, pues no sabe de dónde viene, como ha aparecido en mitad de este desatinado mundo; y lo peor, no sabe adónde va su vida, sin rumbo fijo, tras los deseos de su corazón siempre insatisfecho.
Dice el beato Juan Pablo II: “Si celebramos tan solamente el Nacimiento de Jesús, es para testimoniar que para Dios y ante Dios, todo hombre es alguien único e irrepetible; alguien eternamente ideado y llamado por su propio nombre”.
Sí hermanos, Dios amó tanto a este ser humano miserable, lleno de limitaciones y constantemente angustiado, que tomó su pobre carne y aceptó su condición, y en Belén habitó entre nosotros, vino a su casa y no lo recibieron; en Él estaba la vida y sin embargo recibió violencia e irritación; pero la Luz brilla en la tiniebla. Tiniebla que nos hace caminar errantes , inmersos en el miedo al sufrimiento y a la muerte. Por eso a cuantos le recibieron les da el poder de dirigirse con paso firme a Jerusalén, donde una multitud de “caínes”, sin saberlo, esperan impacientes la Salvación de Dios.
Juan Manuel Balmes Ruiz