Dijo Jesús a sus discípulos: “Habéis oído que se dijo: “Ojo por ojo, diente por diente”. Pero yo os digo: no hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale también la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas” (San Mateo 5, 38-42).
COMENTARIO
Estas palabras de Jesús a sus discípulos son un escándalo tal que bastaría escucharlas una sola vez para que los discípulos salieran corriendo y abandonasen a Jesús. ¿Por qué no se fueron? ¿Por qué no nos vamos nosotros mismos al volverlas hoy a escuchar? Este es el misterio. ¿Por qué lleva la Iglesia dos mil años proclamando estas palabras? He aquí el gran misterio.
A lo largo de los siglos, ha habido muchos que han suavizado, matizado, malinterpretado o tergiversado estas palabras de Jesús. Pero han sido muchos los cristianos que las han llevado a la práctica. Este es el gran misterio de la historia.
Estas palabras son parte del Sermón de la montaña que Jesús proclama a sus discípulos en el monte de las bienaventuranzas. Bienaventurados y felices son los que las ponen en práctica. Estos son la luz de la tierra. Sin ellos el mundo permanece en la oscuridad. Sin los que ponen en práctica esta palabra, el mundo no sólo caminaría en la oscuridad, sino que carecería de sentido, de sabor, porque le faltaría también la sal de la tierra.
Los primeros discípulos de Jesús no salieron corriendo al escuchar estas palabras porque no las escuchaban de la boca de un loco ni de un iluminado revolucionario, sino que las escucharon de los mismos labios de Jesús, el Hijo de Dios encarnado.
Si a lo largo de los siglos una gran multitud de cristianos las han puesto en práctica, no han sido apoyados en sus fuerzas, sino por la gracia del Espíritu Santo. Porque no se trata de un moralismo, sino de una gracia.
Así también hoy, para nosotros, son una palabra de bienaventuranza, de felicidad si las ponemos en práctica, “sine glosa” como San Francisco, porque es el mismo Jesucristo el que las proclama en medio de la Iglesia, y nos concede la gracia del Espíritu Santo para hacerlas carne en nuestra vida y en esta generación.