«En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “¿A quién se parece esta generación? Se parece a los niños sentados en la plaza, que gritan a otros: «Hemos tocado la flauta, y no habéis bailado; hemos cantado lamentaciones, y no habéis llorado”. Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: «Tiene un demonio”. Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: «Ahí tenéis a un comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores”. Pero los hechos dan razón a la sabiduría de Dios» (Mt 11,16-19)
El canto de la comparanza, era algún estribillo conocido en los juegos de los niños, que el propio Jesús habría cantado, y que recrimina a los aguafiestas de siempre, a los que nunca quieren jugar a nada, y lo critican todo, se oponen a todo. Su primera respuesta siempre es un ¡no! La gente sencilla que escuchaba a Jesús, podía entender perfectamente a quien se refería aquella semejanza.
El misterio del Reino de los cielos que Mateo anuncia en esta sección, requería una apertura y sencillez que no daba la estricta ley. Lo dirá el propio Maestro, unos versículos después del texto que leemos hoy: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños»(Mt 11,25). Es la esencia. Y aunque Mateo no transcriba el Magnificat, aquí describe el misterio de la que supo alegrarse, y glorificaba al Señor que miró la pequeñez de su esclava ¡Y de qué manera le reveló sus cosas! porque el Verbo se hizo carne, y así pudo comer, beber, bailar, llorar, sufrir y gozar con la gente sencilla. Por eso Jesús le da gracias al Padre, y recrimina a los que no quisieron compartir la vida con Él.
Y así ha seguido ocurriendo de generación en generación, como el contraste que nos hace entender mejor el Evangelio de hoy. Bien sabía Jesús, y sus evangelistas, que el hombre conoce y percibe mejor por los contrastes.
La gente sencilla, como niños sanos del Reino, ayunaba y lloraba con Juan, comía y bebía con Jesús, y bailaba de alegría con Él. Hasta puede que alguno se excediera, al menos en aquellas bodas de Caná. ¿Y cómo decirle a un paralítico que acababa de recuperar sus piernas, que no corriese o bailase, aunque fuese sábado? ¿Cómo decirle que no diese saltos, aunque fuese en la misma sinagoga? ¿Cómo decirle a un mudo, que acababa de recuperar la voz, que callase? Aunque estuviera en la solemnidad más solemne del solemne templo, estrenaría su voz en gritos de alabanza. Yo también lo haría así. Y deberíamos hacerlo cada día por su misericordia, que nos rehabilita para el amor del Reino.
Hay una frase misteriosa en el texto de hoy, que quizás sea la llave para entender todo el evangelio de Mateo: «La Sabiduría se ha acreditado por sus obras». No parece que venga a cuento en el solo contexto, pero explica todo lo que antecede, y lo que viene después. Las obras de la Ley, como la entendían los fariseos y escribas del tiempo de Jesús, no eran la «Sabiduría» tan celosamente guardada por Israel. Dios se estaba acreditando nuevamente por sus propias obras. No necesitaba más testimonio para ser admirado y amado. Bastaba abrir los ojos del corazón a la tremenda realidad que tenían delante para verlo, pero no lo hicieron.
Hoy lo importante no es si lo hicieron entonces, sino si lo hacemos nosotros. Dios sigue actuando siempre en lo bueno, y es necesario abrir el ojo que ve lo bueno. No vale para el Reino decir y criticar siempre lo malo, que está ahí, ciertamente, pero no es la única lectura posible de la realidad del hombre. ¿Sabemos reír cuando hay alegría, y llorar cuando hay tristeza a nuestro lado? Alegría de Dios me refiero, y tristeza de su ausencia. No es sabio criminalizar todo lo ajeno, y santificar todo lo nuestro, aunque eso sea el corriente proceder en instancias de la Ley que aún existen, como parlamentos, conferencias, partidos políticos, o partidos religiosos, ¡que haberlos, los hay!
¡Quién pudiera ser como un niño ante los constantes estímulos del Espíritu! ¡Quién supiera tener siempre abiertos los ojos a todo lo bueno que se esconde a veces en los repliegues íntimos de la realidad! ¡Quién pudiera escuchar y bailar con la flauta del Reino! ¡Quién supiera llorar con las cruces que aún nos redimen! como cuerpo de Cristo viviendo en los pobres, en nuestras plazas, ante nuestros ojos!
Manuel Requena