En aquel tiempo, había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba (San Lucas 2,36-40).
COMENTARIO
En nuestro tiempo, la sociedad en que vivimos tiende a desvalorizar a las generaciones anteriores, que nos han precedido y que gastaron su vida a nuestro servicio, para sacarnos adelante y legarnos un mundo mejor que el que recibieron ellos. Y nosotros les consideramos anticuados, con valores caducos, incapaces de entender el mundo de hoy; inútiles, una carga para los suyos, y que muchas veces hay que abandonar en un asilo. Así somos de agradecidos.
Incluso dentro de la Iglesia: los ancianos, pensamos, no comprenden los cambios litúrgicos necesarios, no saben ocupar su lugar ni ponerse al día en las prioridades pastorales. ¡Pobres ancianos! Además de asumir los propios deterioros físicos, tienen que cargar con el menosprecio, cuando no con el desprecio, de aquellos a quienes dedicaron su esfuerzo, su vida.
Nunca fue así en la tradición secular de Israel. En ella los ancianos siempre ocuparon un lugar preeminente. El pueblo elegido les reconoce un saber, una experiencia de la obra de Dios en el hombre. Ese conocimiento, fruto de una larga fidelidad a la Alianza, genera en ellos una sabiduría acerca de las cosas que importan en la vida: de las cosas divinas.
Así, Simeón y Ana, los ancianos que contempla Lucas en su evangelio, son seres valiosísimos: tienen el don de profecía, que sólo da Dios a sus elegidos. Han acumulado sabiduría divina durante toda una vida de piedad, de intimidad con Dios, y ello les permite discernir, y reconocer recién nacido que presentan unos padres pobres y humildes, al Mesías esperado por Israel desde hacía siglos.
Simeón, aunque no figure en el pasaje de hoy, es el primero en identificar al futuro Salvador. Recibe esa iluminación y la expresa en un himno de agradecimiento y alabanza al Dios fiel que cumple siempre sus promesas. Ana, protagonista de esta perícopa, confirma la revelación, alabando también. Así, por medio de estos testigos, con testimonio concorde y fidedigno, Dios Padre da una palabra inequívoca a los padres humanos de Jesús, acerca de su destino trascendente.
José y María saben ya su origen divino, pero no pueden ni sospechar los misteriosos caminos por donde habrán de cumplirse estas profecías, y llegar la liberación a Israel y a las naciones. Ambos contemplan asombrados este acontecimento, en el cual les habla Dios. En adelante compartirán el gozo de tener la presencia divina en el más pequeño de la familia. Experimentando a diario la protección de lo alto sobre su pequeñez y debilidad. Dejando a la Providencia el cuidado de guiar la historia hacia el cumplimiento de sus designios.
Mucho podemos aprender de su docilidad: dejarnos conducir por Dios, que se manifiesta en lo que nos acontece cada día, renunciando a los propios proyectos, para que sea El quien realice los suyos.