En aquel tiempo, decía Jesús a sus discípulos:
«No hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno; por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos.
El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa del corazón, lo habla la boca.
¿Por qué me llamáis «Señor, Señor», y no hacéis lo que digo?
Todo el que se viene a mí, escucha mis palabras y las pone en práctica, os voy a decir a quién se parece: se parece a uno que edificó una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo derribarla, porque estaba sólidamente construida.
El que escucha y no pone por obra se parece a uno que edificó una casa sobre tierra, sin cimiento; arremetió contra ella el río, y en seguida se derrumbó desplomándose, y fue grande la ruina de aquella casa». (Lucas 6, 43-49)
Estamos asistiendo, en los últimos tiempos, a un intento frenético, casi desesperado, por parte de la humanidad, de asegurar la vida. Las compañías de seguros abarcan campos inimaginables hace unas décadas. El gran objetivo consiste en controlar todos los posibles riesgos y amenazas que puedan poner en peligro el llamado estado de bienestar. Se pretende cimentar la vida en una serie de bienes y valores (o más bien contravalores) en base a los cuales se intenta edificar una existencia de bonanza y estabilidad permanentes.
Todo este tinglado se traduce en una huida de cualquier plano trascendente. Las metas son meramente de carácter temporal. Las bases sobre las que el hombre pretende sostener su vida son muy frágiles y cuando se derrumban aparecen la frustración y el vacío.
Jesucristo se presenta en este evangelio como la única roca en la que el hombre puede sostenerse y vivir en plenitud y sin límites de tiempo. Él nos abre un horizonte de eternidad que nada ni nadie en este mundo puede ofrecernos.
El Señor se presenta hoy como una fuente inagotable de seguridad, para todo aquel que quiera entrar en su voluntad. Es la roca que nos sustenta en la hora de las dificultades y las tormentas.
Si el hombre retorna a Dios, pone su mirada en Él y confía en su amor recibirá toda una serie de gracias con las que podrá construir una vida nueva. El ser humano se esfuerza por erigir solo con sus fuerzas su propia casa, hecha a su medida. Pero dice la Escritura que si el Señor no construye la casa en vano se fatiga el hombre. Sin embargo, todo es posible para aquel que es fiel al amor de Dios.
Sabemos que somos fieles a su amor cuando vemos que somos capaces de dar frutos de amor que, conforme a la voluntad de Dios, derramamos sobre los demás. Estamos mintiendo si decimos que el Señor es nuestro Dios mientras negamos la caridad al prójimo. Si nos rebelamos contra el Señor y nos entregamos a otros dioses, nuestra vida se derrumba y queda reducida a una mera existencia que se desarrolla en un plano horizontal, vacía de trascendencia y con fecha de caducidad.
Este evangelio llama a todo cristiano a la reflexión, a meditar acerca de la propia vida. ¿Qué clase de frutos damos? Si hoy he pasado de largo ante una persona necesitada no estoy dando el fruto que Dios me pide, no le puedo llamar Señor, porque mis dioses son otros: la comodidad, el egoísmo, la vanidad y tantos más, que me impiden tener la vida sobrenatural que Dios me ofrece. Por ganar mi vida temporal pierdo la eterna.
Pero si me detengo a compartir, si escucho al que necesita ser oído, si pongo amor en lo que hago, mi corazón estará alegre, no temerá sino que esperará confiado en el Señor.
Puedo escuchar la Palabra de Dios, pero si no pongo mi corazón en ella, me engaño y estoy construyendo sobre arena. Puedo también hablar mucho de Dios, mientras mi corazón está en otros lugares.
Todo lo construido por las doctrinas de este mundo no resiste el paso del tiempo, los trabajos han sido en vano y los guardianes han sucumbido. Sólo permanece la Verdad revelada por el Señor.
El hombre que ha forjado un mundo ajeno a la voluntad y el conocimiento de Dios está fuera de la verdad, ronda continuamente en el error, es esclavo de su razón, renunciando a ser discípulo de la verdad. Desprecia a la roca única y camina por terreno movedizo.
El hombre que se ha dejado “seducir” por el Señor puede caminar alegre y en paz, con la seguridad que da el saberse hijo de Dios. Pero esta gracia no la da Dios para que cada uno la disfrute individual y egoístamente, sino para que sea puesta al servicio de los demás. Cada cristiano está llamado a ser también roca de los alejados y de los que están en crisis. No hay otra forma de llegar a esto que dando la vida, de forma que el otro pueda ver que por mucha vida que entreguemos no se nos acaba, porque somos herederos de vida eterna. Aquí llega el momento de dar razón de nuestra entrega, ofreciendo testimonio de cuál es la fuente que nos alimenta, ejerciendo, como bautizados que somos, de profetas y sacerdotes y mostrando el camino para ser rey, no dejándose esclavizar por el mundo y por el demonio.
Es bueno que todos los días hagamos un examen de conciencia acerca de nuestros frutos y de si ha sido o no el Señor el que ha movido nuestros actos y pensamientos. Al final todo se reduce a amar. La mayoría de las veces no se trata del amor que inflama el corazón sino del que se manifiesta siendo paciente con el que nos incomoda, escuchando al que no nos gratifica, donando nuestro tiempo y atención a los demás, sin distinciones, en la sabiduría de que todos se lo merecen y que no somos más importantes que nadie. Esto no es una meta inalcanzable, con la que sólo podemos soñar, porque el Señor nos ha dado una vida eterna, que nos permite entregarnos sin límite y porque nos apoyamos en la única roca permanente, que es Cristo.