«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No todo el que me dice ‘Señor, Señor’ entrará en el reino de cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Aquel día muchos dirán: ‘Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y en tu nombre echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?’. Yo entonces les declararé: ‘Nunca os he conocido. Alejaos de mí, malvados’. El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia salieron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa ; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca. El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se para aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se hundió totalmente”. Al terminar Jesús este discurso, la gente estaba admirada de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad, y no como los escribas». (Mt 7, 21-29)
Estremece un poco este pasaje del evangelio de Mateo que también recoge Lucas 6, 46: “Alejaos de mí malvados. Nunca os he conocido”. Si se refiriese a los que dicen esporádicamente “Señor, Señor” en un momento de necesidad o angustia, pero que viven alejados de Dios, lo comprenderíamos mejor; pero estas personas acusadas y rechazadas por Jesús, estaban cercanas a Él, incluso comprometidas en el apostolado, puesto que alegan haber profetizado en su nombre, echado demonios, y hecho milagros.
El pasaje parece referirse a gente de Iglesia, creyentes y dedicados a la difusión de la palabra, que sin embargo, no han sido fieles a su fe y a su misión. ¿Cómo es posible entonces entrar en el reino? Todos somos pecadores, nos parece que aquellos que han dedicado su vida al Señor, deberían ser perdonados más fácilmente; pero Jesús deja aquí bien claro que no es así. Los que más tienen y más gracias han recibido serán juzgados más estrictamente. El que ha recibido la fe, se dedica a su difusión, el que impone la ley a los hermanos, situado más arriba, y se cree bueno por ello, ese será juzgado conforme a lo mucho que ha recibido, porque no puede defenderse con la ignorancia.
Muchos pueden ser los pecados que han alejado a estos seguidores de Jesús, de la voluntad del Padre. Pero ¿por qué no pueden ser perdonados? ¿Por qué las prostitutas nos precederán en el Reino de los cielos?
Creo que debemos fijarnos cuidadosamente en estas personas conocedoras de la ley y la palabra, cercanas al Señor en las normas en las piedades, que quizá por ello instaladas en la seguridad descuidan su vida interior. La soberbia espiritual arraiga fácilmente en los que se creen mejores, pertenecientes al grupo de los buenos, miran con desprecio al pecador, al pobre ignorante, que no ha recibido enseñanzas ni ha tenido estas oportunidades.
Los seres humanos tenemos tendencia a buscar seguridades, que nos garanticen el bienestar futuro, así lo hacemos en lo económico y en lo social. Pero no, no hay abonos ni puestos reservados como pretendieron Juan y Santiago; este cálculo para tener asignado un puesto en la vida eterna, o las obras hechas solo para estar instalados en el grupo de los importantes, que logrará el triunfo al final, no valen para el seguidor de Cristo.
Quizá alguno se dice: “Yo que llevo tantos años militando en esta asociación, que he escrito, y sermoneado en su nombre y he expulsado los demonios de varios ateos, errados y confundidos, conozco a los obispos personalmente, voy a las reuniones a dar ideas sobre cómo evangelizar dedico muchas horas a este proyecto. Yo me salvo seguro.”
Pero el hombre prudente que Jesús nos describe escucha sus palabras y las pone en práctica. Las palabras que Él repite una y otra vez: “¡Cuidado! que nadie se crea superior”, que nadie se instale en la antesala del trono, “el que quiera ser el primero sea el servidor de todos”; “no os llaméis padre ni maestro ni bueno. Solo Dios es bueno”. El fariseo no salió justificado del templo por mirar con desprecio al publicano, porque “el que se ensalce será humillado”. ¡Qué bien lo está expresando con su actitud el Papa Francisco!.
La humildad es esa roca precisa para que, ni la lluvia de la tentación ni los vientos de las pasiones ni los ríos de la frivolidad del mundo, puedan destruirnos la casa. La certeza de nuestra pequeñez nos hace sentir la necesidad de Dios. Sobre la humildad cimentaremos la obra con la oración, para que el Señor cree en nosotros un corazón puro, sencillo y un espíritu dispuesto a cumplir su voluntad: a beber el cáliz, a aceptar la cruz, a gastarnos en el servicio al hermano. Y todo en el amor, “porque si no tengo amor soy como címbalo que suena”…
Y muchos creen incluso que ni el Papa debería tener tratamiento de Santo Padre, él tiene que ser Cristo en la Tierra, nombrado para servir en el amor a los hermanos y en la humildad, sin oros, sin boato…
Mª Nieves Díez Taboada