«En aquel tiempo, dijo Pedro a Jesús: “Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué nos va a tocar?”. Jesús les dijo: “Os aseguro: cuando llegue la renovación, y el Hijo del hombre se siente en el trono de su gloria, también vosotros, los que me habéis seguido, os sentaréis en doce tronos para regir a las doce tribus de Israel. El que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, mujer, hijos o tierras, recibirá cien veces más, y heredará la vida eternal”». (Mt 19,27-29)
El ser humano se mueve por algo. Actúa siempre —dicen los psicólogos— por una motivación. Y esta puede ser de lo más variopinta, incluidas las subconscientes, las incosnscientes o las conscientes, o cualesquiera otras categorias más o menos elaboradas que se quieran aducir. La recompensa es una motivación muy humana, general y hasta elemental.
Pedro se hace portavoz de los doce y se interesa por la recompensa. No se conforma con lo que ve, lo que experiementa, lo que aprende. Quiere saber qué le va a corresponder con su ascesis, con sus renuncias fuertes y su opcción por el Maestro. Se lo han jugado todo: «hemos dejado todo y te hemos seguido».
Jesús no niega la mayor. Podía haber respondido: «no habeis dejado nada que no hubierais recibido». No. Acepta el hecho del seguimiento y no denosta la «interesada» pregunta de Pedro. Jesús no pierde ocasión alguna para remarcar siempre lo mismo. Insiste en lo inaudito, el Mesías, el Salvador, ha llegado: estoy con vosotros. «Yo soy» está aquí.
Es inminente la renovación, la regeneración, «todo será hecho nuevo»; voy a re-crear el mundo. Para eso tengo un tiempo y un lugar. Él sabe bien que el «trono de gloria» será su cruz. A partir de ahí, contra todo ideal ensoñado, comenzará el reparto del botín; la recompensa que anuncia Jesús…
La recompensa tiene tres niveles o componentes, trenzados entre sí: los tronos, el céntuplo y, sobre todo, la vida eterna. Ellos, por supuesto, no entienden casi nada; pero sí lo bastante como para custodiar sus palabras. Hemos escuchado en Proverbios 2,1 las bendiciones que nos traerá «guardar en tu memoria mis mandatos». Las apóstoles, como «todo aquel que haya dejado… por mi nombre», irán comprobando en su existencia cuán cierta era la triple promesa del Salvador.
En primer lugar juzgarán, regirán las doce tribus de Israel. Hay un nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, y una nueva genealogía; la apostólica. Ellos fundarán las Iglesias hasta los confines de la tierra. Nada que ver con un reparto de heredades físicas o de beneficios materiales, pero sí un efectivo juicio sobre los pueblos, ávidos de verdad, de esperanza y de justicia. «Tengo sed» fue asumido como lema por Teresa de Calcuta. Pero el que ofrezca un «vaso de agua fresca» por su causa no quedará sin recompensa (Mt 10 42).
En segundo lugar, sus desasimientos, precisamente por ser «relacionales», inponderablemente legítimos y valiosos, se verán centuplicados. Como recordó varias veces Benedicto XVI —hoy celebramos la fiesta de San Benito, patrón de Europa, cuyo nombre quiso tomar—, el Señor no quita nada. Él es todo dádiva. La oblación de renuncia Él la recompensa con cien veces más. Al Señor nadie le gana en generosidad; no dejará de apreciar y multiplicar las dos cosas, haber dejado… y haberlo seguido. Sobre todo esto último; haber optado por Él, haber materializado la renuncia «por su nombre»; no como una frustración o una imposibilidad operativa, sino con «determinada determinación» de seguirle.
En tercer lugar, Jesús hace explícita la verdadera «recompensa»; lo que ni el ojo vió ni el oido oyó. Ni, en verdad, por sí solo nadie es capaz de imaginar: «la vida eterna». Seguirlo a Él, que es el Camino, la Verdad y la Vida, es la sabiduría plena: abrirse paso ante la obscuridad de la muerte, porque Él ha ganado la vida después de la vida. El concilio Vaticano II, Lumen gentium nº 14 , no engañó a nadie. Y a contracorriente recordó al Maestro: el camino de la perdición es ancho, y no basta para salvarse —entrar en la vida eterna— con estar jurídicamente «en» la Iglesia, sino pertenecer «de corazón a ella».
En Lucas 22,29-30, a la promesa de ocupar los tronos para juzgar las doce tribus, Jesús antepone el ofrecimiento de su reino, en el que «comeréis y beberéis a mi mesa». Su reino es tan seguro como el designio de su Padre sobre Él. Es alentador escucharle: «Vosotros sois los que habeis perseverado conmigo en mis pruebas; yo por mi parte dispongo un Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí».
La recompensa es la participación profunda y plena, «comida y bebida», en el plan insondable de Dios sobre su Hijo.
Francisco Jiménez Ambel