«Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos , porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de lo Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros». (Mt 5, 1-12)
Al sermón más vivencial de nuestro ser cristiano, su misma sencillez lo hace inagotable, para siempre. Quizás no fuese pronunciado todo el mismo día, o solo allí sentados en el monte a los pies del Maestro, pero Mateo, como el primer periodista del Reino, lo sintetiza en un solo lugar, donde era fácil ver las sombras de los pobres y el día sin final del ‘Cielo Abierto’ en la voz y el rostro de Jesús de Nazaret.
Fue un día memorable, que sigue dando luz a nuestros tiempos de hombres caminantes. Solo habrá que sentarse un momento a sus pies. Solo habrá que escuchar de su boca nuestra esencia, que contiene dos caras en la misma moneda. La de Dios y la del mundo. La del consuelo y la del llanto, la de la plenitud de gracia y gloria y la de ser perseguidos hasta la muerte por solo creer en la justicia que nos da la fe.
Aún hoy sigue muriendo gente por creer y ser pobres del Espíritu, buscando poseer el Reino proclamado en la segunda parte de cada bienaventuranza. San Agustín decía: «La Iglesia sabe de dos vidas, ambas anunciadas y recomendadas por el Señor; una se desenvuelve en la fe, la otra en la visión; una durante el tiempo de nuestra peregrinación, la otra en las moradas eternas; una en medio de la fatiga, la otra en el descanso; una en el camino, la otra en la patria; una en el esfuerzo de la actividad, la otra en el premio de la contemplación«. Y aunque nos cueste experimentarlo, esas dos vidas están aquí.
La bienaventuranza que propone el Maestro, el premio gordo, empieza por ser en la tierra como Él mismo fue, como eran su Madre y José, como son los auténticos hijos de Dios, pobres, mansos, que saben llorar sus propios pecados y los de los otros, que buscan justicia de Dios, siendo misericordiosos, limpios, pacíficos, sufridores de todos los males del hombre.
Eso ya sería bastante. Pero lo entusiasmante ayer y hoy es que si hubiese un grupo o pueblo que encarnase la virtud de cada bienaventuranza sería sin duda «la gente», simplemente la gente sencilla como ellos. Entendió aquel pueblo de dolores y penas, de hambres y persecuciones que su esperanza de ser hombres mantenida en la pobreza era como puerta y garantía de la posesión del Reino. ¡Y por fin su hambre tenía algún valor para alguien!
Demasiado tiempo llevaban esperando un reino de realidades externas, de riqueza y fama, poderío y apariencias —incluso de unión con su Dios—; lavándose las manos hasta el codo, restregándose bien antes de comer, que no era todos los días, y oyendo tocar campanillas cuando les daban limosna; viendo cliquear las filacterias de oro cosidas a las ropas de los ricos, eso sí, con letras de la Ley grabadas. Allí, sentados a los pies de un carpintero pobre como ellos, comenzaron a entender que los valores para los conciudadanos del cielo, eran el remedio de su actuales desdichas, que consistían en poseer en la Verdad la tierra, compartiéndola, sin perturbación alguna. Brotaba en cada uno el consuelo de su llanto, otorgado por el mismo Dios; la saciedad de pan y de justicia, ya sin el sudor infecundo de la frente. El reino era simplemente ser participes de la misericordia, siendo como es Dios, eternamente misericordioso. Su riqueza era ver a Dios en la limpieza de la semejanza. A eso les llamaba aquel hombre sentado en una piedra firme, que sabía lo que decía, a ser Hijos de Dios.
Y empezaron a sentir lo que nadie había sentido nunca hasta entonces. Allí, en medio de ellos, con un eco de vida nueva sonando en cada uno, estaba brotando el esperado reino. Y lo creyeron.
Entendieron que uno es pobre de algo, no solo cuando no tiene de eso, sino cuando lo necesita para vivir. Ser pobre de Espíritu era tener la necesidad vital del Espíritu para vivir. Pero esa experiencia les supondría experimentar que la riqueza del Reino se convierte en más urgente, más necesaria cada día. Como ocurría también con el señor ‘don dinero’, que cuanto más se tiene más se quiere, el pobre de Espíritu, necesitará toda una eternidad para saciarse. El ansia amorosa del Espíritu del Reino no tiene fin, aunque sí saciedad. Allí mismo ellos se estaban saciando, y sintiendo más hambre, a la vez, de aquella palabra que no solo era promesa sino realidad en sí misma.
Sentado en la montaña, Jesús les proclamaba dónde estaba ese Reino: En lo escondido del hombre, en el ‘lugar’ —estado de conciencia— en el que se produce el encuentro con el Padre y su Palabra. Para ser del Reino solo había que limpiar el ojo del alma, el que puede ver a Dios con la luz oscura de la fe. El resto, todas las propuestas que enervan el veneno de la primera parte de cada bienaventuranza, se puede descubrir aún al dejarse atravesar por su rayo infrarrojo de sangre y de agua que proyecta la cruz, y que da vida, porque es rayo de amor.
Manuel Requena