Acabo de asistir ayer sábado a las últimas sesiones de las “II Jornadas Católicos y vida pública” que la Asociación Católica de Propagandistas (ACdP) y la Fundación Universitaria San Pablo CEU (Centro de Estudios Universitarios) [2] han organizado en Toledo durante los días 21 y 22 de junio del presente año. Como el mismo programa indicaba, estas Jornadas “son un espacio para el encuentro, la reflexión y la toma de conciencia sobre la tarea de los cristianos en la vida pública”. Su actual presidente recordó, en el acto de clausura, que son ya un centenar de estos congresos los que se han venido celebrando en las diversas diócesis españolas. El tema elegido para este encuentro ha sido Fe y Razón “…contra toda esperanza”, manteniéndose dentro de la dinámica iniciada por el Papa emérito Benedicto XVI al convocar con su carta Porta Fidei el Año de la Fe en el 50.º aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II. El título alude explícitamente a la encíclica de Juan Pablo II Fides et Ratio, del 14 de septiembre de 1998, y a la fe de Abrahán, “padre de todos los que creen“ (Rom 4,11), porque “creyó contra toda esperanza” (4,18).
En este contexto se había programado un debate entre dos reputados intelectuales de alto rango: un sacerdote y un conocido filósofo, profesor de universidad, escritor y comentarista político de la actualidad.[3] Al primero lo conozco personalmente por su preparación académica como teólogo, sus doctorados, escritos y conocimientos de las lenguas clásicas y modernas, y, especialmente, por su lúcida y sabia exposición como profesor de Teología Fundamental, materia que imparte en el Instituto Teológico San Ildefonso de Toledo y, también, en el seminario Redemptoris Mater de Berlín; al segundo lo conozco igualmente desde hace varios años, porque lo sigo siempre que puedo en los medios de comunicación social, donde expone sus agudísimos puntos de vista sobre temas filosóficos —entre otros muchos y diversos conocimientos, maneja al dedillo los clásicos griegos y, luego, la filosofía del siglo XVII, con Baruch Spinoza a la cabeza y otros muchos autores, como Pascal, por quien siente también admiración—: él se declara ateo o no creyente, y lo hace desde una plataforma racional honrada, característica esta, la de la honradez, que destilan su personalidad y sus pensamientos. No tiene prejuicios en describirse como ateo en tanto que católico…, expresión que, tal vez, necesitaría de alguna aclaración complementaria.
El tema del debate era precisamente Fe y Razón, y por nada del mundo quería perdérmelo. Como frecuentemente ocurre en estos “mano a mano”, el tiempo suele jugar una mala pasada, haciéndose escaso para profundizar en algunos temas o puntos específicos. Es cierto que ambos interlocutores manejaban la oratoria y refinados conceptos como vehículo de sus exposiciones; pero, a mi modo de entender, alguna cuestión —para mí fundamental— quedó simplemente enunciada y sin suficiente desarrollo. Me explico: Nuestro querido y respetado ateo partió del subtítulo del Congreso (“…contra toda esperanza”) para anclarse en una posición sumamente corrosiva y vitriólica —no hay esperanza alguna—, que irremediablemente desemboca en un pesimismo insuperable; tras la enunciación de su posición de no creyente, se limitó a decir que toda la argumentación para pasar de la verdad científica a “otra” verdad, que sería el objeto de la transcendencia, no tiene ningún apoyo racional. A esta afirmación no le siguió una pertinente aclaración, con tono demostrativo, sino simplemente quedó ahí en el aire. Nuestro teólogo comenzó su exposición citando el texto de San Pedro: estad “dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza, pero con delicadeza y con respeto” (1 Pe 3,15-16),[4] como método de diálogo para convenir con el filósofo que puede haber puntos comunes entre las verdades de la fe y las de la razón…; pero la logística de los tiempos y del corsé de preguntas que podía plantear y planteó la moderadora del debate, no permitió que pudiera exponer los fundamentos racionales de las verdades de fe.
Ciertamente el resto del debate se desarrolló “con delicadeza y con respeto”, tocando otros muchos puntos para ver la posible confluencia de filosofía y teología. Me llamó la atención que nuestro ponente filósofo achacara a un error de traducción de los Setenta de la doble forma activa hebrea del célebre texto de la autodefinición de Dios a Moisés en Éx 3,14 —“yo soy el que soy”—, en favor de un participio precedido por el artículo definido —evgw, eivmi o` w;n—, lo cual habría llevado a una personalización de dios, modificando el concepto neutro de la divinidad, propio de la racionalidad griega (algo así como “yo soy lo divino”), apoyándose en una interpretación del teólogo protestante Emil Brunner, citada en un opúsculo de Joseph Ratzinger.[5] Me consta que el teólogo no quiso entrar en esa breve polémica de buena traducción del texto hebreo, porque era más interesante discutir sobre el sistema inmanentista de Spinoza, donde no parece viable buscar una causa final del Universo fuera de él mismo, en el que aparecen, dos polos (el “Deus sive natura” del filósofo del XVII), como si, por un lado, todo fuera Dios y, por otro, todo fuera “natura”, o sea un sistema cerrado, que en parte explicaría la tendencia pesimista que más de una vez dejó aflorar el filósofo no creyente en el debate, dado que no habría sentido (causa final) del ser.
Igualmente me sorprendió, y no poco, la queja y el dolor del profesor no creyente por la pérdida de valor patrimonial de la humanidad que supuso la desaparición de la liturgia tridentina, que prevaleció en la Iglesia durante siglos con el modo de la celebración de los misterios divinos, particularmente el sacrificio de la Santa Misa, envueltos en el lenguaje singular, preciso y precioso, del latín como expresión de lo sacro. Esta queja y este dolor surgía de una apreciación sincera y sentida en profundidad, que no podía dejar indiferente a quien lo escuchase. No es la primera vez que oigo semejante exposición por parte de otros intelectuales, como el escritor Fernando Sánchez Dragó, anarquista heterodoxo y con raíces razonadas de filosofía y religiones orientales (taoísmo, hinduismo). No es extraño que tales ideas (añoranzas de Trento) se vean en algunas personas de “dentro” de la Iglesia, que, por diversos motivos, se han sentido defraudadas por el Concilio Vaticano II, y abogan por una vuelta a cierto radicalismo fundamental de recuperación de la envoltura de lo sagrado, tal vez sin ahondar en el meollo de la fe en Cristo Hijo de Dios vivo encarnado en la historia, “el mismo ayer y hoy y siempre” (Heb 13,8); pero sí que es más extraño que algunos honrados no creyentes, ateos o agnósticos, sientan como un robo patrimonial a la humanidad ese cambio epocal, donde Trento ha quedado no olvidado, pero sí superado. Parece que anida en ellos una nostalgia del misterio y de lo sacro que necesitan como espacio vital, como si, de un modo inconsciente (o tal vez no) añoraran la pérdida de aquel paraíso original que describió John Milton en su poema El paraíso perdido; lo cual no dejaría de ser —consciente o inconscientemente— una evocación de la necesidad de salir de un sistema cerrado, porque hay o puede haber una luz más allá, fuera o arriba. La toma de conciencia de no poder romper esa barrera cerrada es la que provoca y desemboca en el pesimismo al que he aludido anteriormente.
Más atrayente me pareció la idea propuesta por L. Gahona de que en el Universo —según la cosmovisión científica actual [6]—, basada en los avances actuales más recientes de la ciencia,[7] opera una información, inscrita en los seres naturales inconscientes, que, sin embargo, presenta algunos rasgos característicos de la inteligencia y que está, por tanto reclamando a gritos “otra” inteligencia consciente, que termine de explicarla y de dar razón suficiente de su existencia. Quizás aquí se podía haber buscado un eslabón de enganche para poder retomar el tema de la posibilidad y necesidad de la revelación, que culmina en Jesucristo —y aquí habría que desarrollar mucho el comienzo de la carta a los Hebreos: “En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo […] Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa” (1,1-3)—, pero no le fue posible al ponente teólogo por escasez de tiempo, que apenas pudo remitirse a un texto paulino: “Pues el Dios que dijo: ‘Brille la luz del seno de las tinieblas’ ha brillado en nuestro corazones, para que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios reflejada en el rostro de Cristo” (2 Cor 4,6). Era una alusión directa al primer día de la creación: “Dijo Dios: ‘Exista la luz?’. Y la luz existió” (Gén 1,3), como para remontarse de las maravillas del Universo creado al Autor que lo ha puesto en la existencia con la fuerza-virtud de su Palabra creadora. Pero la argumentación no pudo desplegarse (siempre por la rigurosa y acuciante falta de tiempo), partiendo seguramente de Rom 1,18-20, donde clásicamente se inicia el discurso del conocimiento de Dios a partir de la creación del mundo, para, luego, detenerse en el apoyo racional del acto de fe. Ni siquiera pudo salir a colación la magnífica encíclica de Juan Pablo II Fides et Ratio (FR), al menos para desarrollar alguno de sus puntos:
“La Iglesia, por su parte, aprecia el esfuerzo de la razón por alcanzar los objetivos que hagan cada vez más digna la existencia personal. Ella ve en la filosofía el camino para conocer verdades fundamentales relativas a la existencia del hombre. Al mismo tiempo, considera a la filosofía como una ayuda indispensable para profundizar la inteligencia de la fe y comunicar la verdad del Evangelio a cuantos aún no la conocen” (FR 5).
Está claro que se han tenido y se tienen numerosos prejuicios y prevenciones contra la Iglesia, como si se opusiera a la razón, prejuicios que ya sería hora de que cayeran por su propio peso. La Iglesia admite como verdad que la filosofía es esencial para conocer mejor el Evangelio; pero no cabe duda que en el pasado, a partir sobre todo de la Ilustración, se ha producido una dicotomía entre la Fe y la Razón:
“En el ámbito de la investigación científica se ha ido imponiendo una mentalidad positivista que, no solo se ha alejado de cualquier referencia a la visión cristiana del mundo, sino que, y principalmente, ha olvidado toda relación con la visión metafísica y moral. Consecuencia de esto es que algunos científicos, carentes de toda referencia ética, tienen el peligro de no poner ya en el centro de su interés la persona y la globalidad de su vida. Más aún, algunos de ellos, conscientes de las potencialidades inherentes al progreso técnico, parece que ceden, no solo a la lógica del mercado, sino también a la tentación de un poder demiúrgico sobre la naturaleza y sobre el ser humano mismo (FR 45).
Debería, en este punto, transcribir y desarrollar los números 65, 66 y 67 de la encíclica, que entiendo básicos en esta confrontación confluyente, pero que excedería los límites de este artículo. Con todo, en este último número (FR 67), al hablar de la Teología Fundamental, dice explícitamente Juan Pablo II:
“Al estudiar la Revelación y su credibilidad, junto con el correspondiente acto de fe, la teología fundamental debe mostrar cómo, a la luz de lo conocido por la fe, emergen algunas verdades que la razón ya posee en su camino autónomo de búsqueda”. Interesantísima esta enseñanza del Magisterio que me he permitido poner en cursiva y que requeriría una ampliación de todo lo que ella encierra.
El debate, pues, entre nuestros dos intelectuales del sábado 22 de junio, entre Fe y Razón, entre Teología y Filosofía (en este caso atea), salvando las distancias y la metáfora, me pareció un encuentro de dos diestros espadachines que hacen gala del manejo artístico del florete, como si además hubiera un pacto implícito de “ne pas se toucher”. Ni el ateo aclaró su aseveración de que la argumentación de la existencia de un único Dios transcendente no tiene base de sustentación racional, ni al teólogo se le dio ocasión de expresar de forma sistemática la razón de la fe. Si el ponente ateo describe su ateísmo en tanto que católico, yo me defino como católico ateo en el sentido de reafirmarme en la milenaria confesión judeo-cristiana de un único Dios, que abjuro de todos los otros dioses, simbolizados en el dinero —“no podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24), “porque el amor al dinero es la razón de todos los males” (1 Tim 6,10).
De todos modos, sí hay que reconocer que el teólogo supo poner en cuestión el planteamiento general en que se apoyaba el filósofo ateo, al subrayar que el planteamiento inmanentista de la Modernidad, inspirado en la física del siglo XVII, aparece completamente desfasado ante la cosmovisión científica actual, y al hacer notar que la crítica ingenua de Spinoza a una finalidad concebida de modo antropomórfico y antropocéntrico no puede eliminar el asombro que experimentan hoy los hombres de ciencia ante un cosmos caracterizado por su autoorganización, lo cual hace que tanto científicos como filósofos se planteen los problemas clásicos de la forma inmaterial y de la finalidad sobre una base nueva. No me resisto a ampliar estas ideas con unos apuntes proporcionados por el mismo L. Gahona:
“Por primera vez en la historia, disponemos de una cosmovisión unitaria, coherente y completa que se extiende de modo riguroso a todos los niveles de la naturaleza y nos permite reformular, sobre una nueva base, los problemas filosóficos clásicos: la materia y la forma, la causa eficiente y la final, las sustancias finitas y los niveles del ser, la analogía y la participación…
Los datos de la ciencia experimental nos permiten comprender la naturaleza física como el entrelazamiento entre dinamismo y estructuración en un sistema global que se autoorganiza para producir resultados de una singular complejidad; y esta concepción es sorprendentemente coherente con la descripción de la naturaleza que da Tomás de Aquino en el Comentario a la Física de Aristóteles, libro II, capítulo 8, lectio 14: «La naturaleza no es más que la razón de un cierto arte, a saber el arte divino, impreso en las cosas, por el cual las cosas mismas se mueven hacia el fin determinado: como si el artífice que hace una nave pudiera otorgar a los leños que se moviesen por sí mismos para formar la estructura de la nave».[8]
La naturaleza física aparece como auténtica racionalidad materializada. La naturaleza no razona, pero actúa como si razonase; no piensa, pero actúa como si pensase; no delibera, pero actúa como si poseyera inteligencia. En este sentido, Mariano Artigas menciona, con una cierta audacia, que la naturaleza posee una «inteligencia inconsciente»; la «inconsciencia» subraya el aspecto de la contingencia, la «inteligencia» supone un índice metafísico que remite a un creador inteligente y trascendente”.
En todo caso, algo más deberíamos apuntar sintéticamente sobre la razón de la fe. Sabemos que los dogmas de fe son verdades cuyo nexo racional no están al alcance de nuestra razón: no comprendemos el misterio de la Trinidad, de la Eucaristía, la Maternidad de la Virgen Madre de Dios… Y ante el Dios que nos revela tales misterios, el hombre siente una cierta desazón para asentir, si no es porque la voluntad empuja a la razón a ese asentimiento, basándose no en la comprensión intrínseca de lo revelado, sino en la autoridad de quien revela, que no puede engañarse ni engañarnos. Pero Dios es un gran Pedadogo y no abusa de tal autoridad, sino que nos da signos que ayuden a nuestra razón a asentir: el signo es una realidad que nos remite a otra: esta última es la que no está a nuestro alcance (la verdad revelada con esa divina autoridad); pero sí está a nuestro alcance el signo dado por el revelador.
“La existencia de milagros físicos, intelectuales y morales —copio textualmente de L. Gahona— permite constatar empíricamente la libre intervención de Dios en el curso de la naturaleza para atestiguar la existencia del orden sobrenatural de la salvación y para dejar traslucir, al mismo tiempo la nueva creación futura. La singularidad y elevación de la religión de Israel aparece ante la historia como un milagro moral que constituye como el trasfondo grandioso sobre el que se destaca el origen sobrenatural del cristianismo, avalado por la resurrección de Jesús de entre los muertos”. Y podríamos añadir o decir lo mismo sobre la Iglesia, que durante dos mil años no deja de ser un milagro moral indiscutible, único y singular en la historia, como lo fue el pueblo de Israel.
Y aquí quisiera remitirme al título de este artículo, en su primer párrafo, nota 1, ya que ambos ponentes concuerdan en la admiración que profesan a Benedicto XVI, a quien, incluso, G. Albiac hizo un panegírico como filósofo excepcional, por lo que recurro a las páginas citadas en esa primera nota, donde viene a decir que la razón de la fe radica en que todo tiene un sentido, dado por ese logos existente antes de la creación del mundo y presente en todo el Universo. De un modo continuado el profesor, cardenal y luego papa Ratzinger ha escrito y debatido buscando siempre la verdad, que no se halla completa ni definitiva en lo factible (aquello que está sujeto a experimentación como dato o avance científico), y menos cuando lo que choca contra la razón se quiere incluso hacer pasar por verdad revelada, como expuso en su célebre conferencia en la Universidad de Ratisbona en septiembre de 2006. Quizá un ejemplo que suelo exponer lo aclare un poco: Cojamos un número ingente de letras, dejémoslas caer desde lo alto a ver si alguna vez forman un texto coherente, pongamos El Quijote o la Divina Comedia… Atribuir esa coherencia —ese mensaje, información, inteligencia y sentido de las letras— a la casualidad sería algo tan absurdo como la razón de la sinrazón o, viceversa, la sinrazón de la razón… Las letras, juntadas de esta y aquella manera, tienen sentido si Alguien las ordena cuidadosamente para transmitir un mensaje. Si alguna vez lo contrario fuera posible, se necesitaría un mayor acto de fe en la casualidad que en un Dios creador… Y con todo no faltan científicos, como Hawking o Dawkins, capaces de aceptar tal probabilidad antes que rendirse a la evidencia de la huella de Dios en la creación, que todo lo ordena con un sentido y un fin, que, en definitiva, es su Palabra eterna, un Logos que es el “Alfa y Omega” de todo (Ap 1,8), Jesucristo, en una palabra, porque Él es la única Palabra..
Por mi parte me aferro al prólogo del Evangelio de San Juan, a los primeros versículos de su primera Carta y a los himnos cristológicos de la epístolas paulinas (en Col y Ef).
El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo”
(Jn 1,9).
[1] Este es precisamente el titulillo de un apartado del libro de Joseph Ratzinger, Introducción al cristianismo. Lecciones sobre el credo apostólico, Ediciones Sígueme, Salamanca 20132, págs. 63-66. El subtítulo, pues, dice de qué va este libro, que toma como formulación emblemática el Credo de la fe cristiano-católica, donde es mucho más que una nota curiosa la observación de que las dos palabras que abren y cierran la “fórmula” (“credo” y “amén”) tienen la misma raíz hebrea y significa lo mismo: creo, así lo creo (págs. 58 y 63). El texto original alemán data de 1968, donde el profesor de Teología J. Ratzinger recoge una serie de conferencias pronunciadas en la Universidad de Tubinga en el verano del año anterior. Un año después, en 1969, ya se había llegado a editar la 10.ª edición alemana. Más que oportuno, me parece necesario reseñar que esta traducción española de 2013 está hecha sobre la 11.ª edición alemana, del año 2000, es decir, habían pasado más de treinta años desde que apareció la primera edición y, entonces, el autor, que, ya desde 1981 era el Prefecto para la Congregación para la Doctrina de la fe, mantiene sustancialmente cuanto escribió en 1968.
[2] Para quien no lo recuerde bien, la ACdP fue fundada a finales de 1909 por el jesuita Ángel Ayala, como una comunidad católica seglar. Su cofundador y primer presidente fue Ángel Herrera Oria (tenía veintitrés años), joven seglar de prestigio como abogado y luego, con el tiempo, obispo y cardenal. La Asociación se propone mejorar las instituciones y estructuras sociales, inspirándose en el humanismo cristiano.
[3] Luis Gahona Fraga, sacerdote y profesor de Teología Fundamental, y Gabriel Albiac Lópiz, Catedrático de Filosofía.
[4] Es importante resaltar el peso específico de los términos empleados en el texto original griego: e[toimoi avei. pro.j avpologi,an panti. tw/| aivtou/nti u`ma/j lo,gon peri. th/j evn u`mi/n evlpi,doj (apología y logos); si bien es verdad que esa “explicación” (apología) y “razón” (logos) que pide San Pedro no tiene el valor apologético que hasta no hace mucho se dio a la expresión, en cuanto defensa de la fe (en el entorno y contexto del Concilio Vaticano I, 1870, con su constitución Dei Filius, sobre la revelación y sus cánones correspondientes. Debe entenderse más bien, en aquel contexto de la Iglesia primitiva, en donde según el estilo de vida y modo de comportarse y vivir como cristianos sean una explicación y razón de la fe que se profesa.
[5] Ver Joseph Ratzinger, El Dios de la fe y el Dios de los filósofos, Encuentro, Madrid 2006, págs. 14 ss.
[6] Podríamos definirla como la actual Weltanschauung, rememorando el término técnico acuñado por Wilhelm Dilthey hace casi un siglo (en 1914).
[7] Justamente en la sesión de la mañana había habido un mesa redonda en la que expusieron sus puntos de vista tres jóvenes “cerebritos”, disertando sobre la Química Orgánica y sobre planteamientos y cuestiones actuales de Física y de Astrofísica, abarcando así el microcosmos y el macrocosmos. Oí numerosos elogios sobre esas exposiciones y alguna persona amiga que estuvo presente me estuvo refiriendo lo estupendo que había resultado esa mesa redonda, donde la ciencia se había quedado a las puertas de otras verdades que, por método, ella no puede ni debe traspasar: la ciencia describe el cómo, pero no el por qué. También conozco personalmente, desde hace bastantes años, a dos de los ponentes de esas intervenciones y me congratulo con ellos, admitiendo con sencillez que hay que dejar paso a esta clase de juventud bien formada y aplicada.
[8] «Natura nihil est aliud quam ratio cuiusdam artis, scilicet divinae, indita rebus, qua ipsae res moventur in finem determinatum: sicut si artifex factor navis posset lignis tribuere, quod ex se ipsis moverentur ad navis formam inducendam»
2 comentarios
Cuando Miguel Ángel esculpió el Moisés hizo una creación sobre otra creación previa, materia prima. Su creación fue previa;en su mente. Y esa mente creó sobre imágenes previas que tenía de percepciones de una realidad física ya creada y manifestada. Necesitó de células corticales que almacenaran en memoria esas imágenes. ¿Dónde encontrar la creación en un pobre y mísero hombre?
La razón de la fe [1] | BuenaNueva Os adrezco el compartir con todos nosotros toda esta amena información. Con estos granitos de arena hacemos màs grande la montaña Internet. Enhorabuena por esta web.