Supongo que eres consciente de que tú (como todos) has de tomar decisiones continuamente. Algunas de ellas presentan una connotación moral en las que no solo entra en juego tu libertad, sino también la incidencia de tu acción en la vida y el ser de los demás. Pero si observas con esmero qué acontece cuando tomas una decisión de carácter moral y actúas en consecuencia, te percatarás de que tu obrar —contemplado desde un punto de vista formal, es decir, sin entrar en el objeto de tu acción— afecta a otros, pero también, y esto suele olvidarse con excesiva frecuencia, afecta a ti mismo, al propio ser personal del sujeto que actúa.
Por ello, creo que es viable hablar de, al menos, dos niveles morales en nuestro comportamiento, atendiendo a la incidencia de la acción en sujetos (ya sea en tu propia persona o en la de otros); los denomino en mis clases y escritos ética intra-personal y ética inter-personal, respectivamente. Permíteme que te explique un poco mejor estos dos tipos de ética, a fin de que puedas comprobar que apuntan a un tercer nivel, que es el que más me interesa destacar aquí, y que llamo ética supra-personal, gracias a la cual nos es posible a los humanos experimentar la felicidad más profunda y auténtica en este mundo.
ética intra-personal
Me refiero con este concepto a la relevancia moral que emana de la relación del sujeto consigo mismo. A las acciones morales no solo les es característico el que afecten con mayor o menor medida a los «próximos» (tal como veremos en el segundo nivel), sino que en grado máximo pueden ser valoradas desde un nuevo ángulo: la repercusión que producen en el sujeto mismo que las realiza. Dicho en términos del filósofo español Xabier Zubiri: las acciones morales constituyen una «apropiación de posibilidades» que imprimen un carácter o una personalidad a quien las ejecuta (algo señalado por Aristóteles cuando explicaba que los actos reiterados generan un hábito —sea vicio o virtud— que contribuye a formar nuestro êthos o carácter moral).
Esta apropiación va definiendo poco a poco el modo particular de ser agente moral. Y en esto se podría afirmar que consiste la vida en su sentido más genuino: ir moldeando mi yo personal. Nos encontramos con que todo sujeto humano –sea consciente o no de ello– durante su propia vida, obrando en libertad, se construye a sí mismo un modo moral de ser. Y esta es la misión ineludible del hombre: hacerse a sí mismo persona a través del impacto que producen en su propio yo las acciones morales. Y ¿qué acciones morales contribuyen mejor que otras a la formación del propio ser? Para responder necesitamos pasar ya al siguiente nivel de moralidad.
ética inter-personal
Se refiere a la perspectiva moral más común. A nadie se le escapa que las acciones de los hombres están sujetas a valoraciones morales por cuanto afectan a otras personas distintas de quienes actúan. Las decisiones morales no solo son personales y resultado de una toma de posición estrictamente individual. Somos sujetos morales por el proceso de socialización que hemos vivido durante largos años. Quienes nos han cuidado y rodeado han posibilitado que seamos personas con capacidad de decisión libre. La libertad y, por tanto, la responsabilidad de nuestras acciones, no es una facultad humana que emana espontáneamente de nuestra constitución antropológica. Requiere de los otros para que se desarrolle en nuestra vida. Se aprende a ser libre y responsable viviendo con otros, recibiendo en nuestro ser el ejercicio de la libertad de los demás. Nos constituimos como personas morales gracias a la influencia que otros ejercen sobre nuestra vida a través de su comportamiento.
En mi conciencia encuentro que mi yo personal ha crecido y madurado en tanto que he sido amado, se me ha reconocido como «otro» a quien cuidar. Y si la experiencia de haber sido amado nos ha ido constituyendo como personas únicas, de igual forma cabe decir que cuando amamos a otro, nuestro «yo» adquiere una identidad propia en tanto que se percibe a sí mismo como necesitado del ser a quien ama, con quien desea estar y vivir. Por consiguiente, «yo soy yo», porque he sido amado y porque amo a alguien.
Así pues, nos hallamos ante un dato antropológico y ético fundamental: el ser humano solo adquiere su humanidad y moralidad viviendo y actuando ante, con y para otros. Por eso somos co-responsables del destino de nuestros «prójimos», y no debemos nunca desertar de dicha responsabilidad compartida que se ha ido alimentando durante el paso de la vida en común. Somos personas en tanto que las decisiones morales de otros han afectado profundamente en nuestra vida; nuestro ser es constitutivamente inter-personal. Las acciones libres de sujetos concretos inciden siempre en la libertad y dignidad de otras personas. Por consiguiente, ¿qué acciones morales son las que he de emprender, cuya incidencia en la vida de otros sea siempre positiva y dignificadora? En otros términos: ¿qué debo hacer? Conviene pasar al siguiente nivel de moralidad para responder mejor.
ética supra-personal
Dadas las huellas culturales de la presencia de un ser superior a la conciencia humana, de carácter personal y capaz de comunicarse con el hombre a través de intervenciones históricas o libros revelados, consistirá este modelo de ética en establecer diversos tipos de relación entre el hombre y Dios (amor, obediencia, entrega, confianza, seguimiento, etc.) gracias a los cuales es posible elaborar principios éticos y criterios morales que guíen la conducta tanto individual como colectiva. Hablar de una ética supra-personal es mostrar la conexión existente culturalmente entre pautas morales seguidas por los hombres y la percepción de la propia identidad en tanto que creyente, criatura de Dios, discípulo de Cristo…
Este modelo reflexivo acentúa aquella dimensión del pensamiento ético y de la práctica moral consistente en explicar cuál es la esencia moral de un ser superior al hombre (Amor, Padre, Providencia, Misericordia, Justicia…) y las implicaciones que comporta dicha esencia en la forma de comportarse y organizar el hombre su vida. De tal modo que si el amor es lo que nos constituye como personas libres —según se indicó desde la ética interpersonal— no es extraño que se pueda afirmar que la manifestación de Dios como Amor en Jesús de Nazaret, en sus actitudes, palabras, comportamientos y, especialmente, en su muerte en la cruz, otorga a quien acepta libremente tal ofrecimiento la identidad personal de percibirse como un quien cuya esencia radicará en amar, por haber sido previamente amado.
De ahí que el mandamiento nuevo de Jesús «Amaos como yo os he amado» expresa algo inherente al ser humano y al comportamiento ético: una persona tiende a obrar según se hayan comportado con ella otras personas. Y si las acciones morales, como se indicó, inciden siempre en el propio sujeto que las realiza (ética intrapersonal), al igual que en quienes rodean al agente (ética interpersonal), no cabe duda de que la mejor influencia que el obrar ejerce en uno mismo y en los demás será siempre el amor, que consiste, según lo que Jesucristo dijo e hizo, en «servir» a los demás, en no buscar el propio interés, en «perdonar setenta veces siete», en responder al mal recibido con el bien, en tener entrañas de misericordia, en «entregar la propia vida», etc.
Todo ello, aunque forma parte de la vida cristiana, es lo más sublime que la ética filosófica, desde el ejercicio de la razón, puede alcanzar y señalar como lo que debemos hacer. Tales comportamientos dignifican al sujeto que ama y dignifican por ello mismo también a quienes reciben la influencia de la acción amorosa. No es extraño —por ejemplo— que el genial filósofo que fue Wittgenstein llegase a escribir que «Dios Hijo (o la palabra que procede de Dios) es lo ético». La revelación de Dios en Jesucristo como Amor a cada persona, la experiencia de sentirse amado personalmente por Cristo, constituye el mejor impulso para obrar moralmente.
si doy no es porque tengo; más bien tengo porque doy
Así pues, cabe afirmar que la ética suprapersonal cristiana (es decir, el impacto del amor de Jesucristo en el obrar de las personas que le siguen) constituye la raíz y el impulso de una elevada ética interpersonal (impacto de mis actos de amor en las demás personas) como de cualquier ética intrapersonal (impacto de mis actos de amor en mi propio ser). Pero has de percatarte ahora de que estos tres tipos de ética que te acabo de esbozar, corresponden a los tres niveles del principal mandamiento por el que preguntaban los fariseos y escribas a fin de poner a prueba a Jesús, según relatan los Evangelios.
Por tanto, la pregunta ética que a Kant tanto le intrigaba (¿qué debo hacer?), y que todo filósofo moral ha de intentar responder, coincide esencialmente con aquella reiterada en los Evangelios Sinópticos: «Maestro: ¿cuál es el mandamiento mayor de la ley?». Supongo que bien sabes la respuesta. Jesucristo se remite a la oración del Shemá que todo buen hebreo reza tres veces al día y que se recoge en el libro del Deuteronomio: «Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a este. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los profetas» (Mt 22,34-40; Mc 12, 28-31; Lc 10, 25-28).
Pero he de señalarte que no solo es el principal de todos los mandamientos, sino que, como apunta la versión de Lucas, a través de su cumplimiento nos acercamos a la «vida eterna», a la plenitud de nuestra existencia, a la felicidad, al sumum bonum, aquello a que aspiraban los filósofos clásicos. La pregunta que formula a Jesús un legista para ponerlo a prueba, en la versión de Lucas, es un poco distinta. Fíjate bien: «Maestro: ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?». Aquí no es Jesús quien responde directamente, sino que, a su vez, le formula dos preguntas para encaminarle hacia la respuesta correcta: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees?». Ante lo cual el legista le dice de memoria lo que señala el Deuteronomio. Sin embargo, Jesucristo añade aquí algo sumamente relevante para la ética: «haz eso y vivirás». Es decir, el mandamiento principal —el deber más importante que todo hombre ha de seguir, por el que se interrogaba Kant— no es otro que amar a Dios (ética supra-personal), y amar al prójimo (ética inter-personal) como a ti mismo (ética intra-personal).
Obrando así, las acciones de cada hombre tendrán una excelsa repercusión en la vida de los demás y, por supuesto, en la propia personalidad de quien las ejecuta. Mas no hay que olvidar que la persona que ama a Dios y al prójimo como a sí mismo llega a ser digna de heredar la vida eterna, digna de alcanzar la felicidad, si no en este mundo, en el otro, como apunta Kant en sus escritos éticos al postular desde la razón práctica la inmortalidad del alma y la existencia de Dios, garante de que quien realiza en su vida el deber moral no caerá en el vacío y abandono tras la muerte. Por tanto, se puede asegurar que la pregunta ético-filosófica sobre el deber, sobre el mejor comportamiento que cabe realizar el hombre, nos remite de un modo natural a la respuesta que Jesucristo nos ofrece en los Evangelios a fin de indicarnos el camino de la «vida», de la felicidad duradera, que toda persona aspira y persigue.
Enrique Bonete Perales Catedrático de Filosofía Moral Universidad de Salamanca