“Dijo Jesús: “A vosotros los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; Al que te quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien solo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues la medida con que midiereis se os medirá a vosotros” (San Lucas 6, 27-38).
COMENTARIO
Parece oportuno que solo por unos instantes, nos detengamos a analizar el contexto de estas palabras de Jesús, que en sí mismas consideradas, constituyen un compendio santo de toda su doctrina, en un parlamento denso, preciso y comprometido, que nace directamente del amor y la misericordia divina que alcanza a todos los hombres, y que ahora, en este “Discurso de la Llanura”, Jesús nos entrega como un tesoro de esperanza.
Jesús acaba de elegir a sus doce apóstoles, los que serán sus testigos por toda la eternidad, y baja con ellos a la llanura, y se encuentra con “los que venían a oírlo y a que los curara de sus enfermedades; los atormentados por espíritus inmundos… y toda la gente que trataba de tocarlo” (Lucas 6, 18-19), es decir, viene a los suyos, “a vosotros los que me escucháis”, nos dice Jesús. Tiene, pues, el auditorio que ha venido a redimir conforme a la profecía de Isaías, para que los ciegos vean, y los sordos oigan, y los paralíticos anden, viene pues, a nosotros, a una humanidad doliente y angustiada que no veía, que no oía, que no caminaba hacia Dios.
Es, pues, un auditorio muy comprometido con él, que lo ha buscado, que lo necesita, que lo reconoce como un profeta para su salvación personal. Y Jesús no los defrauda. Les dice lo que necesitan oír, que son bienaventurados, que los que lloran, reirán, que los hambrientos, serán saciados, que los perseguidos por su nombre, tendrán una recompensa grande en el cielo.
Y que todo eso tiene una hoja de ruta aquí en la tierra, donde el odio será proscrito y el amor será también para los enemigos, ¡oh misterio increíble de la misericordia divina!, que haremos el bien a quienes nos odian, y bendeciremos a los que nos maldicen, y no habrá represalia para el que nos pegue en la mejilla o nos arrebate el manto, y al que nos pida le daremos sin esperar que nos lo devuelva, pues en todo lo que hagamos por amor a Dios está oculta y viva su recompensa generosa que llenará de gozo nuestro corazón.
Y si así lo hiciéramos, el mismo cielo bajaría a la tierra. Amén.