«En aquel tiempo, Jesús, de camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando. Uno le preguntó: “Señor, ¿serán pocos los que se salven?”. Jesús les dijo: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: ‘Señor, ábrenos’, y él os replicará: ‘No sé quiénes sois’. Entonces comenzaréis a decir. ‘Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas’. Pero él os replicará: ‘No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados’. Entonces será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, lsaac y Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros os veáis echados fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos”». (Lc 13, 22-30)
Este es un Evangelio críptico de Jesús. Lo críptico es aquello que muchos escuchan y pocos entienden. En el relato de Lucas, Jesús va camino de Jerusalén proclamando su palabra. Sube a la ciudad donde será crucificado. “Tengo que recibir un bautismo”, había dicho a sus discípulos, anunciando la efusión bautismal de su sangre preciosísima y purificadora (Lc 12,50). Pero nadie le entiende. Arde en él el ansia de consumar su obra en la cruz redentora, y le traspasa el corazón antes de que lo haga de modo cruento la afilada lanza de Longinos. En varias ocasiones, insistentemente lo repetirá a sus discípulos: que morirá a manos de sus enemigos, que resucitará al tercer día de entre los muertos. Pero los oídos de los que le aman y le siguen están cerrados. Nadie le cree. Nadie le escucha. La ilusión de otro reino triunfante y lleno de gloria terrena ciega sus sentidos.
Ahora, Jesús les propone el contrasentido de la puerta estrecha. “…Serán muchos los que busquen entrar y no podrán”. ¿Y cuál es la puerta estrecha? ¿Y por qué la puerta ha de ser estrecha? Otra vez el misterio y el doble sentido de la palabra de Dios para nuestros oídos humanos. Y Jesús avisa: “muchos intentarán entrar y no podrán”. La apuesta es grave. Después, el dueño de la casa dirá que no sabe de donde somos, y no nos abrirá. Seremos arrojados fuera, como esos “primeros”, que a la postre, serán los “últimos” en el Reino de los cielos. Pero, ¿dónde está nuestra puerta estrecha? Esa que cada uno de nosotros tiene reservada para su salvación personal. Y aún más. ¿Qué fue lo que leyó Jesús en el corazón de aquel hombre que le preguntó: “Señor, ¿serán pocos los que se salven?”, cuestión esta tan inquietante? ¿Estaré yo entre ellos?
A buen seguro que aquel hombre ya llevaba un buen rato entre la multitud, y habría escuchado a Jesús cuando relató el episodio de la torre de Siloé y de los dieciocho que murieron aplastados, y también escucharía la parábola de la higuera que no daba fruto, y la dura propuesta del dueño de la viña para que el viñador la cortara al año siguiente si no lo producía, y las duras palabras de Jesús invitando a la penitencia: “…y que si no la hiciereis, todos igualmente pereceréis”.
Jesús, en su respuesta a la pregunta de aquel hombre, no le contesta directamente a él. Se dirige a todos los que le rodean. También a nosotros a través del tiempo. Él va a tomar su cruz, y nos invita a todos a seguirle en su camino hacia Jerusalén. La puerta por la que Jesús va a entrar es estrecha. Es la voluntad del Padre desde la eternidad, y está dispuesto a cumplirla. Aunque su ánimo parezca flaquear en el último instante. A toda costa hará lo que el Padre le pide. Y cuando Jesús traspase las puertas de la muerte y venza definitivamente al pecado con su resurrección gloriosa, todas las demás puertas, las puertas por las que cada uno de nosotros debe esforzarse en entrar, se iluminarán, se llenarán con la luz de su amor, y las podremos reconocer, y su propia estrechez nos reconfortará, y encontraremos alegres el camino de la salvación.
Horacio Vázquez