«Una vez, yendo camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en una ciudad, vinieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Al verlos, les dijo: « Id a presentaros a los sacerdotes”. Y sucedió que, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se postró a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias. Este era un samaritano. Jesús, tomó la palabra y dijo: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?”. Y le dijo: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”». (Lc 17, 11-19)
«Sucedió» —Egéneto, dice el griego— con uno de los términos más llenos de sentido de todo el Evangelio. Aquel encuentro, no fue casualidad, sino causalidad fundamental, génesis de nuestra fe. San Juan lo evangeliza como «principio» de su verdad: «Todo sucedió por Él, y sin Él no sucede nada de lo que sucede»(Jn 1,3); nada que importe, nada que pueda ser evangelio. No es un «érase una vez…», sino algo que sucede aún, cada día, para los que caminamos a Jerusalén.
Yendo de camino, sucedió. Los diez encontraron a Jesús, y yendo de camino, quedaron limpios. Uno volvió por el mismo camino, y el ‘Saluador’, o Salvador, que limpia y da salud a todo hombre que lo encuentra en su camino, confirmó su fe, y le dijo: “levántate —anastas— y vete”. Vuelve otra vez al camino de la fe que te ha salvado. La «Anastasis» es el término más usado para traducir el fenómeno de la resurrección, y también el levantarse de la tierra donde nos echa el temor que produce el pecado y el reconocimiento de Jesús como Dios.
Aquel samaritano era un experto del camino, donde había vivido escondiéndose como un maldito por la ley, con la cruz de su enfermedad. Ahora, en el camino encontró su salud. Ese es un mensaje de hoy, la vida del camino, o el camino de la Vida, que no está en cumplir a rajatabla los mandatos de la ley, sino en tener la suerte de encontrar a Jesús, y convertirse, volverse a sus pies dando gracias a Dios.
No obedeció la ley el samaritano que dejó a sus compañeros y volvió. Pero el amor sabe cuándo desobedecer todo mandato que aleje de Jesús. Con lepra o con limpieza, sin fe o con fe, lo más importante de la vida de aquel extranjero enfermo había ocurrido en el camino donde encontró a Jesús. Su angustia de hombre separado, inmundo, tuvo una compensación inesperada para un samaritano. Un judío le ordenó hacer algo, y él, siendo extranjero, lo hizo. ¡Y lo que le mandó fue presentarse a los sacerdotes judíos! Difícil realmente para el samaritano, harto de sentir el castigo de la Ley. Pero lo hizo.
Lucas tiene predilección por los samaritanos, por su misericordia socorriendo a gente del camino; por su suerte en encontrarse con Jesús, y aceptarlo; por su respuesta de agradecimiento; por su fe sencilla.
En la comunidad obligada, que aglutinaba leprosos por los caminos santos del Israel de Dios, Jesús se puso a vista de aquellos diez enfermos. Ya sabían quién era. Habrían presenciado, escondidos, algún milagro, porque le gritan: «Jesús, jefe… », con un término que solo usa Lucas, y que significa —como entre nosotros hoy— una cierta confianza para captar la benevolencia. No le llaman «Rabbí», sino «epístata».
Los doce y su séquito oirían los gritos de los desesperados separados, y el escueto mandato de Jesús: «Id a presentaos a los sacerdotes». Era lo que pedía la Ley tras la curación, pero cuando Jesús los envió a los sacerdotes, ellos aún no estaban curados. Fueron porque se fiaron de la palabra del “Jefe”, y al verse curados, al menos nueve de ellos seguro que terminarían presentándose. En cambio el samaritano desobedeciendo a Jesús en su mandato de cumplimiento de la Ley volvió al origen de su salud, «alabando a Dios a grandes voces».
Tras quedar limpio de la lepra, volver y postrarse a los pies de Jesús, le surgió otro camino: el de la salvación por la fe. Los diez leprosos habían quedado limpios, pero a nueve solo les importaba eso, estar limpios y sanos de su lepra. Y no era poca cosa ser libres de aquella esclavitud excluyente. Pero no era bastante para Jesús. Para Él era más la acción de gracias con la fe. Esa fue la salvación de aquel buen samaritano. Ni siquiera la limpieza —que tanto nos sigue preocupando aún— fue su salvación, sino la acción de gracias a los pies de Jesús, en el Camino. A veces hay que aparcar la ley, para dejar que brote del corazón la acción de gracias por el encuentro vivo con Jesús.
La salvación, que es la salud de nuestra lepra adámica —heredada por nuestros primeros padres— “está solo en Jesús, no en los tantospreceptos hechos por los hombres”, dijo el Papa Francisco hace muy poco. Y aunque no lo hubiese advertido el Papa sería igual: seguirá estando en Él por los siglos de los siglos.
Manuel Requena Company