En aquellos días, María se levantó y se puso en camino deprisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y levantando la voz, exclamó:
«¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!
¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá». (Lucas 1, 39-45)
Lo que el Señor dice se cumple. Y de este cumplimiento se sigue la Bienaventuranza para María, para Zacarías, para Isabel, para Juan, el hijo que gesta Isabel… y para todo el mundo.
La fe, el creer, es entrar en la dinámica de salvación pensada por Dios. Para arribar a la promesa que hay que caminar de prisa; el apóstol Pablo decía que nos urge la caridad de Cristo. Nada más evidente: porque el tiempo es corto, y la venida del Señor no es que se retarde, sino que Dios “nos urge con paciencia”, que añadiría San Pedro. En unos días el Adviento habrá perdido el “ad” y se realizará la venida del Señor, el “ventum”: lo llegado es lo esperado porque el Señor lo ha prometido, y Él siempre es fiel y cumple.
Caminar de prisa al Amor, empujados por los vientos de la esperanza y alumbrados por la fe es la propuesta de Lucas en este Evangelio de hoy. En Verdad que somos como María felices y venturosos.