«Había una boda en Caná de Galilea y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda. Faltó el vino y la madre de Jesús le dijo: «No les queda vino». Jesús le contestó : «Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora». Su madre dijo a los sirvientes: «Haced lo que el os diga». Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dijo: «Llenad las tinajas de agua». Y las llenaron hasta arriba. Entonces les mandó: «Sacad ahora, y llevádselo al mayordomo». Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua convertida en vino y sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua) y entonces llamó al novio y le dijo: «Todo el mundo pone primero el vino bueno y cuando ya están bebidos el peor; tú en cambio has guardado el vino bueno hasta ahora». Así, en Caná de Galilea, Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en él». Jn 2 1-12
Obviamente no es más que una suposición, pero la Boda de Caná bien pudo desarrollarse al atardecer, o de noche, al igual que aquella otra boda donde justamente la noche cobra protagonismo, la de las vírgenes prudentes. Podemos, por tanto, suponer que la Boda de Caná fué tambien una cena; la «primera cena», narrada por San Juan, con muchas imágenes comunes y parangones con la que solemos llamar «última cena». Hubo una significativa «primera cena».
En Caná atrae la atención la presencia de María, la madre del Señor: ya estaba allí. Se había anticipado. Y en las bodas del Cordero, al pie de la cruz, tambien habría de estar allí. Insuperable modelo para la Iglesia; aprender a estar donde hay que estar, aparece solo pero siempre donde hay que estar.
Y una Boda no es cualquier cosa. Ni entonces era ni ahora es algo trivial o intrascendente. Su importancia la demuestra el que hubiera sido invitado Jesús, y, significativamente, acompañado de «sus discípulos». Para entonces Jesús ya había sido bautizado en la otra orilla del Jordán y había llamado a vivir con él a algunos discípulos.
Son los discípulos —¡nosotros!— los destinatarios del prodigio o «señal» que realizó Jesús en Caná, por la fe de su madre. Allí manifestó su «gloria«. El pasaje se cierra diciendo «Y creyeron en él sus discípulos«. Efectivamente, tenemos que preguntarnos con toda razón ¿por qué habían de creer en Él los discípulos? Solo algunos habían conocido el aval del Bautista, su anterior «maestro». Pero ellos no habian visto ni comprobado nada personalmente, en tres días.
Así presenciaron estupefactos una señal inagotable en simbolismo; convertir —ante sus propios ojos— agua en vino. Y no cualquier agua y no cualquier vino. El vino resultó ser excelente, hasta asombrar al maestresala (la boda, era, por tanto, de postín) y en una cuantía ingente (Benedicto XVI lo ha cuantificado en unos 520 litros). Pero quiero detenerme en el agua. El agua —con multitud de significados— aquí guarda relación con la tinajas o vasijas que, en el Evangelio se identifican como aquellas que usan los judios para su purificación. En un contexto nupcial no se puede excluir una alusión clara a la purificación posmenstrual que debían hacer las mujeres en orden a su «santidad», es decir, con miras a su fertilidad, cifrada en que no se desperdiciara la semilla del varón.
Es esta castidad ritual, aparentemente formal o higiénica, la que el Señor viene a transformar. En vez de «agua que se vierte» cargada de impureza, el Señor trae el vino generoso, el que alegra el corazón del hombre. Las aguas aptas para la purificación debían ser «primordiales» (no estancadas) lo que evocaba directamente la creación. Efectivamente en la santa unión matrimonial entre un varón y su mujer, lo que está en juego es la vida, una nueva vida: el misterio de la pro-creación. Las aguas primordiales recordaban siempre el primer designo de Dios: «creced y multiplicaos«.
Pero la relación conyugal puede agotarse, como el vino. La alegría, la fiesta, el entusiasmo, la ilusión por la vida nueva decaen. El tiempo es (curioso vocablo) «aguafiestas». Lo habitual, lo humano sometido al pecado, viene a ser que el vino de la autodonación se convierta en el agua del egocentrismo. Y de eso se ha percatado María, y la Iglesia. Es tiempo de actuar, de poner remedio a esa situación bochornosa. Jesús se debe a su hora, a la voluntad de su Padre. Pero María dice a los sirvientes —no a los discípulos, que son meros espectadores— haced lo que Él os diga. Bastó la fe de María para que ocurriera lo imposible. Bastará la fe de la Iglesia para que ocurra el milagro en nuestro siglo; que el agua se convierta en vino, la muerte en vida, el llanto en alegría, la tristeza en gozo, la soledad en amor.
Pero es insustituible la fe y la intercesión de la Iglesia. Y ciertamente no habrán estado en vano allí aquellas tinajas «de piedra«, también habrán servido para operar el prodigio; aparecen con un cometido radicalmente nuevo, pero conectado con su razón de ser según las Escrituras. La castidad conyugal no sólo había preservado la vida, y su sacralidad, sino que —en medio del aprieto— ha precipitado la hora del Esposo.
El Señor, en su desposorio ante sus discípulos, convierte el vino en su propia sangre y promete beber un vino nuevo en el reino de su Padre (Mt 26 29), pero antes aceptó la copa que le tenía preparada. El vino «superior» es distribuido ahora en la Eucaristía, donde se participa de la oblación del Esposo, en su entrega total en su inexplicable lecho de amor, en la cruz.
Francisco Jiménez Ambel