«En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice: “Este es el Cordero de Dios”. Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: “¿Qué buscáis?”. Ellos le contestaron: “Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?”. Él les dijo: “Venid y lo veréis”. Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; serían las cuatro de la tarde. Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice: “Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo). Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce Pedro)”. (Jn 1,35-42)
Jesús ama a todos pero no impone su presencia a nadie; respeta de manera absoluta la libertad humana. Hoy día, en nuestro agitado y secularizado siglo XXI, hay muchas personas que, en su papel de precursoras —como Juan en su tiempo— nos muestran a Jesús en toda la atractiva belleza de su doctrina y en la sugestiva propuesta de un proyecto de vida personal. Este proyecto, Dios lo tiene preparado a la medida exacta de cada uno, como algo único e irrepetible, para colmar nuestro corazón de gozo y llevarnos en volandas a la Vida Eterna.
Sin embargo, al revés de lo que nos cuenta el Evangelio que les pasó a Andrés y su compañero —cuyo nombre no se menciona— no suele movérsenos el corazón cuando alguien nos anuncia a Jesús; con lo cual no decidimos unirnos a Él y seguirlo. Es más: enseguida pensamos con una calculada cicatería lo que nos puede trastornar el dejarnos llevar por “las exigencias del Evangelio” y concluimos desechando cualquier indicio de acercamiento a ese Jesús que puede dar al traste con nuestro atado y bien atado proyecto de vida burgués, según el cual nuestra existencia ha de transcurrir por los cauces que tenemos decididos: ¡Si sabré yo lo que me conviene…!
“Todas esas cosas están muy bien para los curas, pero no para mí, pues yo no soy santo”. Esta es otra de las coletillas con la que nos tranquilizamos a nosotros mismos y hacemos oídos sordos a la Palabra del Señor.
En pocas palabras: tenemos el corazón tan lleno del mundo que no queda sitio para las cosas de Dios. Acudimos al templo para pedirle que se pliegue a nuestra voluntad, que nos conceda —y a ser posible, ahora mismo— lo que consideramos necesario para que las cosas nos vayan bien. No se nos ocurre sospechar que los planes del Señor para nosotros puedan ser diferentes a lo que nos hemos programado. Además, Dios no se conforma con que le hagamos un hueco, casi a regañadientes, para hacerlo compatible con todo lo que de verdad ansía nuestro espíritu. Dios nos quiere totalmente para sí, pues Él es el único capaz de colmarnos de paz y de felicidad.
Mientras pidamos en nuestras torcidas oraciones que el Señor nos conceda tal o cual cosa, lo que, en definitiva supone que Él haga nuestra voluntad, en lugar de mostrarnos dispuestos a hacer nosotros la suya, no seremos escuchados. Todo el que se fía del Señor y ante su llamada arriesga, da el paso adelante, no queda defraudado. Esta es la única forma de acertar en la vida.
Como a veces nos es imposible abandonarnos en las manos de Dios, por ser humanos y muy limitados, cuando se ha descubierto la maravilla que supondría poder obrar de otra manera, tenemos un camino infalible: María, que toda nuestra vida va en nosotros y con nosotros intercediendo ante su Hijo, disculpándonos, atrayéndonos hacia Él, y que, además, nos ama hasta tal punto que, de saberlo, nos haría llorar de alegría. Esta María es la persona ideal para exorcizarnos, arrasar a nuestro enemigo y facilitar la labor del Espíritu Santo para que invada nuestro corazón, de manera que logre enamorarse de Jesús.
Pero el problema es: ¿nos creemos realmente que, Dios, nuestro Padre Todopoderoso, nos ama y está dispuesto a darnos lo mejor? Si así fuera, nos dejaríamos conducir por Él, viviríamos de la fe, gozaríamos de su presencia en nuestro ser y, después de tal experiencia, nada ni nadie podría apartarnos del amor de Dios.
En el Evangelio, Andrés, que vive intensamente la alegría de la presencia de Dios, no puede evitar el tener que comunicarlo a su hermano Simón, al que contagia de su entusiasmo. ¿Cuántos de los que nos llamamos cristianos ardemos en deseos de dar a conocer a otros hermanos la maravilla que supone intimar con Jesús? Este podría ser un índice seguro del valor de nuestra fe.
Jesucristo, como hace con Simón, siempre irrumpe transformando, dando nuevo sentido a la vida, fortaleciendo y acompañando, renovando constantemente nuestro corazón con la impresionante presencia del Espíritu Santo que nos capacita para cumplir con éxito la misión encomendada.
No hay nada en ninguna parte que pueda compararse con una opción sin condiciones por Jesucristo. Y a esto estamos llamados todos los cristianos. De ti y de mí depende el acierto de la respuesta. No hay que olvidar que “muchos son los llamados, pero pocos los escogidos”.
Juanjo Guerrero