«Al llegar el mediodía, toda la región quedó en tinieblas hasta media tarde. Y, a la media tarde, Jesús clamó con voz potente: «Eloí, Eloí, lamá sabaktaní». (Que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?») Algunos de los presentes, al oírlo, decían: «Mira, está llamando a Elías”. Y uno echó a correr y, empapando una esponja en vinagre, la sujetó a una caña, y le daba de beber, diciendo: «Dejad, a ver si viene Elías a bajarlo». Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró. El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: «Realmente este hombre era Hijo de Dios». Pasado el sábado, María Magdalena, María la de Santiago, y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús. Y muy temprano, el primer día de la semana, al salir el sol, fueron al sepulcro. Y se decían unas a otras: «¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?». Al mirar, vieron que la piedra estaba corrida, y eso que era muy grande. Entraron en el sepulcro y vieron a un joven sentado a la derecha, vestido de blanco. Y se asustaron. Él les dijo: «No os asustéis. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado. Mirad el sitio donde lo pusieron»». (Mc 15,33-39;16,1-6).
Celebramos hoy la festividad de todos los Fieles Difuntos, y en este día la Iglesia propone una lectura que conforta y devuelve la esperanza a todos los que hemos perdido a alguien cercano. El pasaje habla de la muerte de Cristo, pero también de su resurrección. La muerte y la Vida. Y la lectura comienza con algo muy plástico: “Se oscureció toda la tierra”, “toda la región quedó en tinieblas hasta media tarde”. Algo va a ocurrir. Algo que supera el entendimiento humano. Alguien va a entrar en la muerte, cargando con el pecado de la humanidad entera. Se conmueven los cimientos del orbe. La naturaleza entera gime con dolores de parto y se pone a los pies del Hijo de Dios.
Jesús clama haciendo suyo el primer versículo del salmo 22, de David: “¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?”. Silencio. El silencio de Dios. Jesús bebe hasta el último sorbo el dolor y el sufrimiento del hombre. El abandono de Dios. “A pesar de mis gritos no acudes a salvarme, Dios mío, de día te llamo y tú no me respondes, de noche, y tú no me haces caso, pero tú eres el Santo, te sientas en tu trono, oh gloria de Israel” (Sal 22).
Y Jesús pasa cumpliendo las Escrituras. Los profetas hablan de este Justo, entregado por muchos: “Todos los que me ven hacen burla de mí, retuercen la boca, menean la cabeza“, “se repartieron mis vestidos, echaron a suerte mi túnica”, “cuando tenía sed me dieron a beber vinagre”, y en otra parte: “mi garganta está seca lo mismo que cascajo, mi lengua se me pega al paladar; me has hundido en el polvo de la muerte”.
Cristo asume la maldad del hombre en su carne y clava nuestros odios, venganzas, lujurias, vicios en el madero. “Todo está cumplido”, el cielo está abierto. En ese momento en que entrega su Espíritu, se rasga el velo del templo, y dice San Pablo que “tenemos la esperanza de entrar en el Santuario en virtud de la sangre de Jesús, siguiendo el camino nuevo y viviente que él ha inaugurado a través de la cortina, es decir, de su propia carne” (Hb10,19s).
¡El cielo está abierto! Y en alguna medida podemos degustarlo ya en la tierra. Dicen las mujeres, el domingo de mañana, cuando van a embalsamar el cuerpo de Jesús: “¿Quién nos correrá la piedra?”. La piedra era grande, enorme, hacían falta varios hombres para moverla… Pero la piedra ya estaba removida, ya está removida para nosotros. Todo aquello que nos aplasta, con lo que no podemos, aquello que nos hace entrar en la muerte más profunda, eso el Señor ya lo ha removido. Ha salido victorioso. Solo hay que dejarse llevar. Dejarse amar por Él. Reconocer nuestra pobreza y ponerla a los pies de su cruz.
Victoria Luque Vega