Se acercó a Jesús la madre de los Zebedeos con sus hijos y se postró para hacerle una petición. El le preguntó: «¿Qué deseas?». Ella contestó: «Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda». Pero Jesús replicó: «No sabeis lo que pedís. ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?». Contestaron: «Lo somos». Él les dijo: «Mi cáliz lo beberésis, pero el puesto a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre». Los otros diez, que lo habían oido, se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús, reuniéndolos, le dijo: «Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos». (Mt. 20 20-28)
La Iglesia, en esta festividad de Santigo, patrono de España, propone este pasaje en el que Jesús anuncia a los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, que, efectivamente, habrían de beber del mismo cáliz que Jesús: «Mi cáliz lo beberéis». Así sucedió; es la Fe y es la Historia. Y hay un camino que inmemorialmente lo atestigua.
Pero me ha llamado la atención, esta vez, la presencia y acción de su madre.
En dos líneas aparece un personaje impactante. La madre de los hijos de Zebedeo, parece evidente, no se había desentendido de la «elección» de los doce apóstoles y, de alguna forma, acompaña al grupo que Jesús formaba en derredor suyo.
Ahora bien, en un momento determinado, se postra, adopta la inequívoca postura corporal de quien implora algo importante a alguien todavía más importante. Uno no se postra (de rodillas o prosternado completamente) si no es porque reconoce una sublime potestad al receptor del gesto. El evangelista no duda en narrar que se postró precisamente «para hacerle una petición».
Conviene reparar en esta actitud y tesitura. Así pues, Jesús la toma muy en serio y va al grano: «¿Qué deseas?». Bien sabe Él que quien se humilla hasta el polvo está movido por un ferviente deseo. Esta vez Jesús no pregunta «qué pides», «qué necesitas» «qué puedo hacer por tí». No. Esta vez va más a lo profundo y le pregunta por lo que desea, lo que anhela su alma, lo tuviera pensado decir o no. El deseo aquí no es el dictado de una necesidad o de una carencia, como ocurre con los endemoniados y los enfermos; el deseo conecta directamente con la voluntad para el futuro: ¿!Que quieres!?
La respuesta de la madre es impactante por el tono. No se siente frenada por la pregunta «íntima» de Jesús, sino que con fe enérgica, que recuerda mucho a la del Centurión, como este, le dice «ordena que estos dos hijos míos…». «Ordena», «Da la orden». No hay ni sombra de duda de que tienes poder para esto y para más. Por eso me he postrado, para pedirte algo que está en tu mano…»ordena que…». Basta que lo ordenes y ocurrirá. Lo creo firmemente.
Y lo que «desea», aunque sea bajo las deformes expectativas de la imaginación humana, es ni más ni menos que «el Reino» de Jesús, el sumo bien para sus hijos. No solo necesitamos colirio para los ojos, sino que es imprescindible que se nos abra el oído. Nos solemos quedar -por proyección subconsciente- con lo de la preeminencia, pero aquella madre humillada estaba intercediendo por participar del Reino.
Y desaparece de la escena. Jesús ya no se dirige a ella, sino a sus hijos: «No sabeis lo que pedís«. Su mutis es tan total que ni siquiera el enfado de los otros diez se proyecta sobre ella. Los apóstoles se enzarzan entre ellos, pero no cuestionan la desencadenante mediación inicial de la madre. Diríase que todos aceptan que la madre -una madre- abogue por sus hijos, está en su papel, aunque Jesús les haga ver que no saben pedir «como conviene» y los haga tomar conciencia del peso de sus decisiones (ella es una de las personas a «dejar» para seguirle a Él).
A una madre que confía en Él, Jesús opone la voluntad de su Padre. Sí, ciertamente hay un «reino» nuevo, pero no es como lo imagináis. Se trata de dar la vida, de participar en «su» cáliz, beber un vino inexplicable, contrario al mundo, antitético al poder. Aquí no hay reparto de prebendas sino sólo servir y compartir el derramamiento de sangre para rescatar a muchos. A eso sí os invito.
En la cruz, a su izquierda y a su derecha habría otros hombres, eran «elevados» puestos preservados por el Padre para dos condenados y, el sincero arrepentimiento de uno de ellos dio pie a que Jesús diera la orden de la inmediata reapertura del Paraiso.
Los hijos de Zebedeo, que a lo largo de la historia han sido seguidos por una muchedumbre de creyentes, dieron testimonio de la Verdad; y eso no lo soportan los que tiranizan y oprimen. Sin ir muy lejos Benedicto XVI no ha perdido ocasión de denunciar la «tiranía del relativismo» y Francisco de explicar de contínuo quienes son nuestros «opresores», el consumismo, la soledad, el indiferentismo, etc.
La Iglesia, como la madre de los hijos de Zebedeo «desea» para nosotros el Reino que ha venido a instaurar Jesús, aunque sin acabar de entenderlo, pero, desde el suelo, implorando.