Es Doctor en Teología y Master en Doctrina Social de la Iglesia. Profesor Ordinario de Análisis Político y Económico en Centro Teológico San Agustín del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, afiliado a la Universidad Pontificia de Salamanca.
La persecución religiosa que se desencadenó a partir del domingo 19 de julio fue siniestra. Fueron pocos los templos en los que se celebró misa ese día y los altercados violentos se convirtieron en moneda corriente desde ese momento. El Estado había perdido la poca credibilidad que aún tenía y carecía de la autoridad necesaria para mantener el orden público y los resortes del poder constituido. Se produjo entonces una realidad cruenta que, por otra parte, no era nueva: la quema de iglesias y conventos que comenzó un día antes de la sublevación, es decir, el viernes 17 de julio. El total, sabiendo que los datos no son completos fueron 13 obispos, 4.254 sacerdotes seculares, 2.489 religiosos, 283 religiosas, 249 seminaristas y un número imposible de contabilizar de seglares.
Antecedentes de la persecución
Tras las elecciones municipales del domingo 12 de abril de 1931, los acontecimientos se precipitaron rápidamente. Aunque las municipales las habían ganado los monárquicos con 22.150 concejalías frente a las 5.875 conseguidas por los republicanos, éstos ganaron en las capitales más importantes. Alfonso XIII optó por el exilio, embarcándose en Cartagena rumbo a Marsella. El martes 14 de abril se proclamó la República entre manifestaciones de júbilo y sin alteraciones significativas del orden público. Pero de las alegrías iniciales ante el cambio de régimen, que podían haberse encauzado dentro de unos parámetros de justicia y libertad, se pasó a la manifestación de los enconados odios viscerales, hasta entonces reprimidos, provocando continuos enfrentamientos que, desgraciadamente, no fueron atajados desde un principio por el nuevo gobierno. Fue ésta una situación difícilmente explicable ya que, prácticamente, todos los estamentos sociales, económicos y políticos aceptaron el advenimiento de la República. La Iglesia española, en general, acató el nuevo orden constituido.
Después se suceden hechos desagradables que desembocan en la quema de iglesias y conventos. La aplicación de los artículos de la Constitución, referentes a la cuestión religiosa, no se hicieron esperar tras la aprobación de la misma el 9 de diciembre de 1931.
Constitución de la II República española (arts. 26-27)
Artículo 26. Todas las confesiones religiosas serán consideradas como Asociaciones sometidas a una ley especial.
El Estado, las regiones, las provincias y los Municipios, no mantendrán, favorecerán, ni auxiliarán económicamente a las Iglesias, Asociaciones e Instituciones religiosas.
Una ley especial regulará la total extinción, en un plazo máximo de dos años, del presupuesto del Clero.
Quedan disueltas aquellas Órdenes religiosas que estatutariamente impongan, además de los tres votos canónicos, otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado. Sus bienes serán nacionalizados y afectados a fines benéficos y docentes.
Las demás Órdenes religiosas se someterán a una ley especial votada por estas Cortes Constituyentes y ajustada a las siguientes bases:
1. Disolución de las que, por sus actividades, constituyan un peligro para la seguridad del Estado,
2. Inscripción de las que deban subsistir, en un Registro especial dependiente del Ministerio de justicia.
3. Incapacidad de adquirir y conservar, por sí o por persona interpuesta, más bienes que los que, previa justificación, se destinen a su vivienda o al cumplimiento directo de sus fines privativos.
4. Prohibición de ejercer la industrial el comercio o la enseñanza.
5. Sumisión a todas las leyes tributarias del país.
6. Obligación de rendir anualmente cuentas al Estado de la inversión de sus bienes en relación con los fines de la Asociación.
Los bienes de las Órdenes religiosas podrán ser nacionalizados.
Artículo 27. La libertad de conciencia y el derecho de profesar y practicar libremente cualquier religión quedan garantizados en el territorio español, salvo el respeto debido a las exigencias de la moral pública.
Los cementerios estarán sometidos exclusivamente a la jurisdicción civil. No podrá haber en ellos separación de recintos por motivos religiosos.
Todas las confesiones podrán ejercer sus cultos privadamente. Las manifestaciones públicas del culto habrán de ser, en cada caso, autorizadas por el Gobierno.
Nadie podrá ser compelido a declarar oficialmente sus creencias religiosas.
La condición religiosa no constituirá circunstancia modificativa de la personalidad civil ni política salvo lo dispuesto en esta Constitución para el nombramiento de Presidente de la República y para ser Presidente del Consejo de Ministros.
La guerra y la persecución religiosa
A la jerarquía eclesiástica le cogió la sublevación militar desprevenida y sin dar crédito a lo que se avecinaba. Muchos de los obispos residenciales no se encontraban en sus diócesis. Pero la Iglesia jerárquica no tomó partido.
En la zona republicana la libertad de cultos nunca existió, era imposible su pervivencia; en la zona nacional se desarrollaba fielmente la vivencia religiosa, la libertad para vivir la fe no tenía ningún tipo de condicionante. En la medida que los nacionales iban penetrando sobre territorio republicano, así se iban abriendo las iglesias al culto y las manifestaciones tradicionales de la fe se reponían de manera fehaciente.
Conclusión
Tanto en la tragedia que supuso la confrontación armada entre españoles la contienda civil, cuanto ante la persecución religiosa desatada desde el inicio, la Iglesia asumió como propio el papel de buscar la reconciliación nacional desde el primer momento, aunque no siempre alcanzó sus propósitos, cuestiones que son muy conflictivas cuando las pasiones se desatan y que no siempre se consiguen. Fue sin duda, la mayor tragedia de la historia de la Iglesia en España, persecución reconocida por todos los que desean ver la realidad de manera objetiva, que a veces resulta difícil debido a las posiciones previas y a prejuicios establecidos de antemano.
La encarnizada persecución dio, como es bien sabido, un cúmulo de mártires que han comenzado a ser beatificados hace unos años. Fue Juan Pablo II, quien dio el primer paso. Así se manifestaba en una audiencia a los obispos españoles:
España es un país de profunda raigambre cristiana. La fe en Cristo y la pertenencia a la Iglesia han acompañado la vida de los españoles en su historia y han inspirado sus actuaciones a lo largo de los siglos. La Iglesia en vuestra Nación tiene una gloriosa trayectoria de generosidad y sacrificio, de fuerte espiritualidad y altruismo y ha ofrecido a la Iglesia universal numerosos hijos e hijas que han sobresalido a menudo por la práctica de las virtudes en grado heroico o por su testimonio martirial. Yo mismo he tenido el gozo de canonizar o beatificar a numerosos hijos e hijas de España. En mi carta apostólica “Tertio millennio adveniente” propuse el estudio, actualización y presentación a los fieles del patrimonio de santidad (n.º 37), seguro de que en esta hora histórica será una preciosa y valiosa ayuda para los pastores y fieles como punto de referencia en su vida cristiana, tanto más cuanto que muchos de los retos y problemas aún presentes en vuestra nación ya existieron en otros momentos, siendo los santos quienes dieron brillante respuesta con su amor a Dios y al prójimo. Las vivas raíces cristianas de España, como puse de relieve mi última visita pastoral en mayo de 2003, no pueden arrancarse, sino que han de seguir nutriendo el crecimiento armónico de la sociedad.