Seguimos preguntándonos por qué no disponemos de una cultura del esfuerzo. La permisividad, esa actitud típica del “laissez faire, laissez passer” y mirar para otro lado por comodidad y prejuicios, deriva en un pasotismo social cuyas consecuencias son preocupantes. Hoy día, al confundir autoridad con autoritarismo y, por tanto, con imposición injusta, se huye de cualquier comportamiento que implique pronunciarse y tomar decisiones. El resultado de este “café con leche para todos” es una sociedad sin estructura jerárquica, en donde nada atrae de veras.
La permisividad está relacionada con la crisis de autoridad y el relativismo. La crisis de autoridad tiene un largo pasado, aunque hoy sea más manifiesta que antes. Su origen está en los intelectuales de la Escuela de Frankfurt (Adorno, Erich Fromm, Marcuse, Habermas, Lukács…), quienes en la primera mitad del siglo XX optaron por estudiar la “personalidad autoritaria”. El resultado es que confundieron la autoridad con el autoritarismo, como si toda autoridad estuviera forzosamente condenada a devenir en un comportamiento autoritario y, por consiguiente, injusto.
En el fondo, el marco ideológico del que partieron fue el freudo-marxismo, el intento de lograr hacer una síntesis entre las tesis de Freud (represión, frustración, liberación sexual, etc.) y de Marx (explotados y explotadores, lucha de clases, etcétera). Esta ideología hizo fortuna cultural y llegó a instalarse en la mentalidad colectiva. Son muchas las personas que, desde entonces, tienen miedo a ejercer la autoridad, por lo que prefieren no hacer uso del mando que les corresponde en las decisiones grupales y colectivas, a fin de pasar inadvertidas en el anonimato.
autoridad, respeto y libertad
Sin embargo, la autoridad es necesaria para estructurar jerárquicamente la sociedad. De hecho, el derecho romano distinguía entre dos conceptos relevantes y muy precisos: la “auctoritas” y la “potestas”, la autoridad y la fuerza.
La auctoritas viene del verbo augere, y puede traducirse como la acción de sostener, elevar, facilitar, promocionar y dirigir a las personas hacia el cumplimiento de sus propios fines, según la recta razón y la justicia. Por el contrario, la función de la potestas, del poder es la imposición a la fuerza cuando es injusto el comportamiento de las personas y la racionalidad de la justicia así lo exige. Conviene no confundir la autoridad con la fuerza, a pesar de que la una necesite de la otra. El poder jamás debe sustituir a la autoridad. En ausencia de toda autoridad la sociedad se transformaría en un caos, se magnificarían las situaciones injustas, se destruiría la cohesión social y la vida humana no sería sostenible.
En la actualidad es urgente apelar a la autoridad, tanto en el contexto escolar como principalmente en el familiar. Si los padres, además de no educar, no apoyan a los profesores sino que, como sucede en algunas circunstancias, optan por situarse en contra de ellos, la educación de los hijos no será posible. Sin respeto a quien enseña, sin el debido reconocimiento a la persona que ha de comunicar el saber, el mismo saber resulta incomunicable.
del “porque lo digo yo” al “somos colegas”
Hoy es conveniente distinguir entre dos conceptos diversos de autoridad: la autoridad de función y la autoridad de prestigio. La autoridad de función es la que se atribuye a una persona por el rol que desempeña o el cargo que ocupa. Es lo que sucede en algunos padres cuando la razón que ofrecen a sus hijos para que hagan lo que deben no es otra que “porque soy tu padre”. En el contexto de la educación familiar la autoridad de función así ejercida es probable que los hijos la confundan con el autoritarismo.
La autoridad de prestigio, en cambio, está vinculada al comportamiento real de la persona, a sus actuaciones, al modo en que sirve a los demás, les ayuda y motiva, a su capacidad para liderar un grupo y formar equipos, es decir, a su buen ejemplo y disponibilidad incondicionada como tal autoridad.
Esto significa que la autoridad del profesor, como la del padre, no cae del cielo, sino que tiene que conquistarla, que hay que ganársela. Un educador puede ser un excelente profesor de matemáticas, aunque si no lo acredita en cada clase, será teóricamente una autoridad en esa materia pero en su aula los alumnos aprenderán más bien poco. La autoridad de función ha de coincidir hoy, cada vez más, con la autoridad de prestigio.
No se trata de ganarse la adhesión del alumnado tratando a todos ellos como “colegas”; sencillamente porque el profesor no es un “colega” de sus alumnos, y la autoridad en modo alguno puede ser etiquetada como un principio antidemocrático.
Al profesor como al alumno hay que tratarlo con el debido respeto. Y esto no tiene por qué generar distancia y frialdad entre ellos. Gracias al respeto se crean las condiciones para un encuentro (personalizador y personalizante) entre ellos, sin que sufra menoscabo alguno la autoridad. No se trata de ganarse zalameramente la voluntad de los alumnos, sino de motivarles y ayudarles a que sean quienes quieren ser: las mejores personas posibles. Si el profesor no ayuda a crecer a sus alumnos nunca será la autoridad que se precisa.
¿Cómo reforzar la autoridad de los profesores? Desde luego no solo mediante un decreto, aunque este procedimiento pueda ser de alguna utilidad al actuar como un paraguas eficaz cara a la opinión pública y los padres. Sería conveniente modificar el perfil de los nuevos liderazgos, de manera que la autoridad pueda ser reestablecida, pero para ello es imprescindible que los padres apoyen a los profesores de sus hijos, más aún: que se inicie un diálogo entre ellos que permita el robustecimiento y la unión de sus respectivas voluntades respecto de un mismo fin.
cuando todo vale, ya nada vale
La permisividad es una actitud que conduce a la persona a no intervenir allí donde un deber exige y reclama esa intervención. Esta tolerancia excesiva tiene mucho de indiferencia por los demás, de situar la propia comodidad (“no tengamos problemas”) antes que el bien (la educación) que se le debe al hijo. Las raíces que sostienen la permisividad son la crisis de autoridad, a la que me he referido, y la pereza.
Es obvio que nuestra sociedad es una sociedad permisiva, sin códigos ni criterios que guíen el comportamiento. Al hombre contemporáneo todo le está permitido, lo que pudiera interpretarse como que somos libérrimos. En el fondo, lo que el permisivismo pone de manifiesto es que la libertad humana está tergiversada.
Si todo está permitido, la libertad deja de existir. Esta facultad se hace patente cuando la persona elige. Pero si todo está permitido no hay posibilidad de elección por la sencilla razón de que todo se percibe como indiferente. El permisivismo conlleva a que nada se traduzca como bueno o malo. Porque, si “algo” fuera bueno, ese “algo” sería preferido. Si hay algo “bueno”, habría también su opuesto, algo “malo”, que sería rechazado. Pero si todo es indiferente (relativismo), la persona no hace uso de su capacidad de elección ya que nada le motiva a salir de su indiferencia. En ese caso, la libertad humana deviene en algo absurdo y sin sentido.
En una sociedad permisiva (“café con leche para todos”) en la que todo diera igual: las personas, las cosas, las profesiones… todo se tornaría amorfo, sin relieve ni atracción alguna. En un contexto en el que todo vale, ya nada vale.
tarde, mal y a rastras
Los padres permisivos suelen tener hijos pasotas, es decir, hijos desmotivados y confundidos, sin proyecto alguno, que no pueden o no quieren articular la libertad para elegir acertadamente, porque no saben lo que es bueno y lo que es malo.
El pasotismo engendra perplejidad: el no saber a qué atenerse. La duda les atenaza y paraliza. Han perdido el norte y no saben qué hacer. Tal modo de conducirse genera, además de la confusión, ciertos hábitos de comportamiento que conforman un estilo de vida no entendido ni aprobado por los padres, ignorando que precisamente ellos mismos han tenido mucho que ver.
Las consecuencias sociales que de aquí se derivan se manifiestan muy pronto. Una sociedad funciona cuando las personas no se aíslan en su indiferencia sino que tienen intereses comunes que les unen. Si hay un bien común que sacar adelante no es posible la permisividad ni el pasotismo. En cambio estos acontecen cuando, por estar todo permitido, la sociedad entera se convierte en un conglomerado de personas en el que cada una de ellas se encuentra sola y aislada, sin interacción alguna entre sus semejantes.
La sinergia entre los elementos que deberían componer ese tejido social queda destruida, de manera que no puede emerger una función estructurada, finalista, con capacidad para alcanzar el fin social que a todos atañe e importa. Sin esa sinergia la sociedad se rompe, disgrega y atomiza. Al estar todo permitido, la sociedad resultante es más bien una jungla.
Si no hay valores no es posible que emerja la solidaridad. ¿Cómo será posible la solidaridad –in solidum-, si no hay un proyecto espeso, macizo y denso que una a todas las personas?