«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Os aseguro que lloraréis y os lamentaréis vosotros, mientras el mundo estará alegre; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. La mujer, cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre. También vosotros ahora sentís tristeza; pero volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría. Ese día no me preguntaréis nada”». (Jn 16, 20-23a)
Quiero comenzar hoy recordando a todos el año jubilar que se celebra este año en Montilla, con motivo del reconocimiento como Doctor de la Iglesia de este maestro de Santos, San Juan de Ávila. Para aquellos que visiten Montilla y la casa donde vivió, el santo, llamará la atención la humildad de su morada, habitual en muchos santos, que refleja muy claramente su despego del mundo.
En efecto tal y como Jesús profetiza a sus apóstoles antes de su pasión, ellos no participan de la alegría de los sacerdotes y poderosos al conseguir condenarlo a muerte. No obstante, hay en sus palabras una promesa que ha dado lugar a que toda la humanidad pueda recibir el anuncio de su salvación.
Es fundamental percibir la alegría pascual que se deriva de este “testamento” de Jesús, a pesar de su ubicación como antecedente a la pasión, ya que no debemos olvidar que precisamente de esa pasión y la consiguiente resurrección y ascensión a los cielos se derivan todos los dones que Dios ha puesto a disposición de cada uno de nosotros.
En la promesa de Jesús que ya no necesitaremos que nos aclare nada, está implícita la venida de su Espíritu, que dará lugar a la aparición de la Iglesia, que a partir de su ascensión toma el relevo en el anunció de la salvación y el testimonio al mundo del amor de Dios.
Como hemos visto en estos días de Pascua, la venida del Espíritu revela a los apóstoles la
verdadera magnitud de los bienes que han recibido y, junto a la celebración eucarística, los fortifica frente a la persecución, permitiendo que desde ese momento cada generación haga presente al mundo la muerte y resurrección de Jesucristo, dando cada vez más frutos haciendo llegar hasta los confines de la tierra y de los tiempos, con toda su fuerza original, abriendo cada día nuevos caminos de salvación para los atribulados del mundo.
No hay más que releer, como ejemplo, las lecturas de los Hechos de los Apóstoles de estos días que narran el martirio de San Esteban o cómo la persecución a San Felipe hace que el anuncio de la palabra se extienda fuera de Jerusalén.
Por último, Jesús da a sus apóstoles una clave fundamental para mantener esa comunión y esa capacidad de discernimiento en la historia: la Oración. Es este un aspecto fundamental de la vida de cada cristiano, que le permite cada día reconocer que la vida no viene de él, sino que le ha sido dada por alguien que le ama, aspecto que lo diferencia sustancialmente del “mundo”. El hombre de Dios no es ni mejor ni peor que cualquier otro hombre, es simplemente un hombre que, en medio de cualquier tribulación, sabe que hay un Dios que lo ama y le ha dado la vida, cuyos mandamientos no son trabas o prohibiciones que lo limitan, sino señales que le indican donde puede encontrar la vida, y no olvida nunca lo que decía Tomás de Kempis “Tu perfecta felicidad está en Dios, creador de todos los bienes“.
Dada la importancia y la profundidad de este tema de la Oración y todo lo que se ha escrito y dicho sobre la misma, que seguro está muy por encima de cualquier cosa que yo pueda escribir, me permito recomendaros estas visitas para un mejor conocimiento y compresión de esta fuente de sabiduría que Jesús nos ha dejado:
• Catequesis de Benedicto XVI sobre la oración recopiladas en Catholic.Net
• Blog dedicado a la Oración
Para terminar, no olvidemos nunca al orar otra frase de Tomás de Kempis: “Si te dignas consolarme, bendito seas; si me quieres ver afligido, seas igualmente bendito sin cesar”.
Antonio Simón
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«Es este un aspecto fundamental de la vida de cada cristiano, que le permite cada día reconocer que la vida no viene de él, sino que le ha sido dada por alguien que le ama, aspecto que lo diferencia sustancialmente del “mundo”. El hombre de Dios no es ni mejor ni peor que cualquier otro hombre, es simplemente un hombre que, en medio de cualquier tribulación, sabe que hay un Dios que lo ama y le ha dado la vida, cuyos mandamientos no son trabas o prohibiciones que lo limitan, sino señales que le indican donde puede encontrar la vida.»
Muy clarito
Muchas gracias