En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no turbe vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis.
Ya no hablaré mucho con vosotros, pues se acerca el príncipe del mundo; no es que él tenga poder sobre mi, pero es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que, como el Padre me ha ordenado, así actúo yo» (San Juan 14, 27-31a).
COMENTARIO
Estamos en tiempos de guerras y batallas y Jesús nos habla hoy en el Evangelio de la paz. Pero no de la paz del mundo. Jesús nos da la paz, pero no es la paz del mundo, ni siquiera nos da la paz del modo en que nos la da el mundo. La paz del mundo nos turba siempre, nos deja temerosos de que se acabe, de que venga alguien y nos la quite. Es una paz aparente. Es una paz basada en el aburguesamiento, en la comodidad, en el egoísmo de que nadie nos moleste. La paz del mundo es la paz de la muerte, es la paz de los cementerios.
Jesús pronuncia las palabras de este evangelio justo unas horas antes de su pasión, muerte y resurrección, en la última cena. Esta paz de Cristo no nos la puede robar nadie, ni siquiera el sufrimiento y la cruz. Es la paz de Cristo resucitado de la muerte. Es la paz de la vida del Resucitado, la paz del sepulcro vacío.
Y nos lo dice hoy también a nosotros, antes de que suceda, para que cuando suceda creamos. ¿Qué es lo que va a suceder? La pasión, la cruz y la resurrección. También a nosotros. No sabemos ni cómo, ni cuándo, pero si sabemos que cuando venga no estamos solos, estamos con Él. Y el Príncipe de este mundo, el Enemigo, el Mentiroso, el Maligno, no tiene poder sobre Cristo.
Hoy podemos decir con Jesús que el mundo ha de saber que amamos al Padre, que el Padre nos ama, y que vivimos y actuamos ajustando nuestra vida a la voluntad del Padre, por los méritos de Jesucristo, no por los nuestros, y mediante la gracia recibida del Espíritu Santo. Y esta es nuestra paz, que no se apoya en nuestras fuerzas, sino en Jesucristo Resucitado.