«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: ‘Me voy y vuelvo a vuestro lado’. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo. Ya no hablaré mucho con vosotros, pues se acerca el Príncipe del mundo; no es que él tenga poder sobre mi, pero es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que lo que el Padre me manda yo lo hago”». (Jn 14, 27-31a)
Se espera la paz y acaece la turbación. La paz es un anhelo continuamente desmentido por la realidad; no la conocemos pero la deseamos, la ensoñamos. Tanto la buscamos o la celebramos que le dedicamos plazas y avenidas, alegorías y sinfonías, tratados y organizaciones. Muchas ciudades llevan su nombre; la más significativa y eminente es Jerusalem. Algunos la muestran como nombre propio; el rey sabio, que reunió el norte con el sur, fue Salomón.
Es sorprendente que todos, tanto a nivel individual como colectivo, declaremos buscarla y, sin embargo, la paz no acampa entre nosotros. Creemos encaminamos a ella pero no la alcanzamos. De hecho vivimos amenazados. Si vis pacem para bellum. Paradójicamente pensamos que la paz “se conquista”.
Vivimos desconcertados. Y nuestra buena voluntad apenas llega para desear la paz. “La Paz” es un saludo sincero que manifiesta benevolencia. La palabra salom condensa los mejores deseos de bien, de prosperidad, de felicidad, de buenaventura, de calma; es la síntesis de todas las bendiciones.
Aun así el Señor no nos trae la paz como nos la da el mundo. El nos ofrece una paz que llega hasta nuestro corazón, hasta lo más íntimo y existencial, hasta la verdad de la verdad. Sabe que vivimos ateridos de miedo, en una soledad poblada de aullidos. Y es a ese santuario interior, a donde solo Él llega, al que nos habla y por eso especifica “su” paz: “Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde”.
¿Ante qué temblamos y nos acobardamos? Ante el futuro. Estamos atemorizados porque no dominamos el porvenir y, en definitiva, porque tememos la muerte. Nos aterra el vacio; lo desconocido nos angustia.
La paz la traería el Mesías. Jesucristo se cuida de darnos y dejarnos su paz: la muerte vencida. La certeza de que se va al Padre es anunciada por Él mismo “para que cuando suceda, sigáis creyendo”. El siempre está pendiente de nuestra poca fe. Sabe lo difícil que le es al hombre creer en su encarnación, muerte y resurrección. Pero para convencernos solo tiene un argumento —el amor que le tiene al Padre— y adopta una sorprendente evidencia: la obediencia a su voluntad. “Es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre”.
Se abre ante nosotros el abismo del amor intratrinitario. Pero deja una pista segura: amar es amar la voluntad del amado. El Señor despliega toda su existencia bajo la obediencia a la voluntad de su Padre y a nosotros nos sustrae de todo subjetivismo; “El que me ama cumplirá mis preceptos”.
Lo que sosiega nuestro corazón es su vara y su cayado, la Revelación y el Magisterio. Él mismo es la paz y nos trae la paz; se nos da como paz. Ciertamente es el mesías esperado. Y si lo amáramos, si nos adheriéramos sinceramente a su querer, nos alegraríamos —sí, ¡alegría! — de su ida al Padre, porque esa es la voluntad divina. Y al mismo tiempo, sin contradicción, resonaría en nuestros oídos el insistente mensaje de los Papas: el nuevo nombre de la paz es “desarrollo”.
El propio Jesucristo nació en un tiempo inaudito: la pax romana. Pero la guerra y la devastación parecen enseñorearse de la Historia. Los hombres han alcanzado a ver que no hay verdadera paz si la calma es inestable, si no es para siempre (La paz perpetua). Constatamos que las guerras engendran guerras en una cadena sin fin. “¿Quién nos traerá la paz? ¿Quién reconstruirá Jerusalén?”
El Príncipe de este mundo no tiene poder sobre el “Príncipe de la Paz” (Is, 9 6), pero solo el inexplicable camino de la cruz nos convencerá de que el Señor auténticamente ama al Padre. Dando hasta su última gota de sangre ha hecho creíble la vida eterna. Las apariciones del resucitado atestiguan lo que previamente nos había anunciado. Él vuelve a nuestro lado para actualizar esa escala de Jacob que es el amor-obediencia que une la Tierra con el Cielo, que con Él nos llevará al Padre.
“Vete en paz”, nos dice el confesor cuando hemos reconocido nuestros pecados, Ahí encontramos la paz del Señor. Bienaventurados los pacíficos (Mt 5,9).
Francisco Jiménez Ambel