En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: – «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: «Me voy y vuelvo a vuestro lado.» Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis».(Jn 14,23-29)
“El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”, dice Jesús. Estas palabras nos recuerdan aquellas otras en las que afirmaba que sus ovejas “escuchan la voz del pastor” porque le conocen. Conocer, en el lenguaje bíblico significa “amar”. Sólo se acoge aquello que se ama, por lo que el que se conoce amado acoge la palabra de Cristo y al acogerla, recibe al mismo Cristo y, con Cristo, al Padre y, con el Padre al Espíritu. Este tiene una doble misión: la de Defensor o Paráclito, que intercede constantemente en nuestro favor, y la de maestro interior que nos irá enseñando todo lo referente a Jesús. Él es el que habla al corazón del hombre y le lleva a acoger la Palabra del padre que es su Hijo Jesucristo y, la consecuencia de la acogida de la Palabra es la inhabitación de la Santísima Trinidad en el cristiano. Esta es la promesa que hace Jesús a sus discípulos, promesa que recoge el más ardiente deseo de Dios: la comunión de vida con nosotros.
Esta inhabitación de Dios en nosotros trae como consecuencia la “paz”. Jesús distingue claramente entre la paz que él nos da y la que da el mundo, puesto que la paz según este último consiste en la ausencia de problemas y de conflictos, pero, puesto que el hombre nunca se encuentra libre de conflictos, jamás alcanza una verdadera paz. Cualquier acontecimiento de muerte: problemas, enfermedades, injusticias, etc. le meten en angustia y le arrebatan la paz. En cambio, la paz de Cristo se da también en medio de los conflictos, porque el que es de Cristo, ha muerto con él y resucitado con él, por lo que ha vencido la muerte y, dado que la muerte no tiene ya poder sobre él, puede vivir en medio del sufrimiento; le está permitido caminar sobre el mar, ya que aunque presente, está dominado.
El sufrimiento está presente en la vida del cristiano como lo está en la de todo ser humano, pero allí donde el hombre de la carne se hunde, el cristiano vive. Como dice el salmo: “caerán mil a tu derecha, diez mil a tu izquierda, a ti no te alcanzará”. Siendo uno con Cristo, puede cargar con el pecado del otro libremente y, entrando de este modo en el sufrimiento, como Cristo, experimenta la resurrección.
Finalmente nos consuela ante la perspectiva de estar lejos del Señor: “Que no se acobarde vuestro corazón. Me habéis oído decir: ‘Me voy y vuelvo a vuestro lado’”. Cierto, el Señor ha vuelto donde el Padre pero no nos deja huérfanos: nos deja su Espíritu y, si se va es porque tiene que hacer algo necesario. Lo dijo anteriormente: “Me voy a prepararos un lugar. Cuando lo haya preparado, volveré y os llevaré conmigo para que donde yo estoy estéis también vosotros”. Tal como ocurría en los antiguos matrimonios en Israel, después de los desposorios, el esposo debía preparar todo lo necesario para la convivencia familiar, sólo entonces iba a la casa de la novia para llevarla consigo e introducirla en el tálamo nupcial.
Esta es nuestra situación real: “desposadas” con Cristo en nuestro bautismo, aguardamos el momento glorioso de nuestro encuentro definitivo con él. Mientras tanto tenemos una misión: “seguir creyendo”, bien entendido que creer en el evangelio de S. Juan equivale a acoger a Cristo y acogerlo es amarlo y amarlo significa comunión de vida con él y compartir con él la misma suerte, puesto que hueso de sus huesos y carne de su carne somos.